Observar la inmensidad de un horizonte, que se caracteriza por su imposible captura, es la buena costumbre del observador, quien detiene un instante los ojos en el árbol, otro en el cielo, uno más en la enorme tierra que comparte superficie con el bosque y le gana espacio al firmamento, después posa la vista en la suma de árboles y, finalmente, cambia el objetivo de la mirada al follaje, a las raíces, para, al término de esa actividad, distraerse en las hojas o en el detalle de lo frutos.
“El bosque está siempre un poco más allá de donde nosotros estamos” –afirma José Ortega y Gasset– en las Meditaciones del Quijote: libro en el que la digresión es la clave de lo reflexivo y una explicación para entender los conocimientos universales a través de la meditación sobre lo particular. Sin embargo, en el caso del filósofo español, esa dispersión podría considerarse desorden, falta de foco, ausencia de objetivo en lo que se observa, cuando de la indagación sobre la individualidad y su permanente enfrentamiento a la construcción del ser colectivo, se pasa a la discusión sobre lo español y de ahí al conocimiento mediterráneo, que anuncia a momentos que esos esfuerzos concluirán en una meditación sobre el Quijote, que poco se muestran a lo largo del libro, acaso como pinceladas en medio de una inmensidad de brochazos que terminan por dibujar un largo horizonte de divagación y no un pensamiento evocado a la unicidad, situación que sería insalvable si el marco de ese desorden no fuera una prosa perfecta y la evocación de cosas que son un permanente llamado a la nostalgia y una recuperación de la realidad vista desde la mirada prismática de un sabio.
La digresión es la renuncia a situarse en el instante, negativa a ser concreto, único o certero, y apostar todas las suertes a la conformación de un tiempo eterno que dura tanto como lo permitan las palabras, los lugares o la imaginación. En su ejercicio de divagación, Ortega escribe bajo la forma del ensayo largos epigramas o aforismos interminables que se extienden en las páginas como si no tuvieran un derrotero claro, un destino trazado desde el inicio de la escritura o, cuando menos, un objetivo cierto al momento que el filósofo observa el bosque frente a sus ojos.
En su forma clásica, el ensayo tiende a la concreción, al orden, al abordaje de un tema hasta su agotamiento, al menos en alguno de sus aspectos. Lo cierto es que, al igual que Ortega, otros escritores se han servido del ensayo para apuntalar el desorden y viajar sin freno a través de las palabras en una reflexión sin fin, es el caso de Ciryl Connolly, quien también utiliza la forma del ensayo para pensar libremente sobre la obra maestra. En el viaje, aborda tantos temas como preocupaciones tiene en la vida: el amor, la angustia, la obra de Saint-Beuve, Flaubert o la hermosa versión inglesa de Dryden de la Eneida, acaso para desarrollar una idea que abre el libro y afecta cada una de sus partes: “Cuantos más libros leemos, mejor advertimos que la función genuina de un escritor es producir una obra maestra y que ninguna otra finalidad tiene la menor importancia”.
Sin embargo, la sensación que obtengo tras la lectura de las Meditaciones del Quijote es que Ortega me jugó una broma, me engañó como lector, o se enredó en la belleza de las palabras y, en ese juego, se internó en la densidad de las ideas y extravió el concepto cuando su pluma se entregó a un objeto diverso de lo que prometió el título de la obra, lo que final me deja una pregunta: ¿será que el ensayo no admite fácilmente la digresión o, para hacerla soportable es necesario que haya –como en el caso de Connolly– un tema lo suficientemente significativo a lo largo del libro, a partir del cual el lector no se sienta defraudado ante el anuncio de un tema o que la digresión sea tan controlada, tan puesta al servicio de la idea principal, que la temática no termine por desdibujarse en un lejano horizonte?
Reconozco, al final, que la culpa es mía, por querer obtener algo preciso que nunca prometieron las meditaciones y esa angustia me lleva a pensar que no todos los géneros literarios admiten la digresión como uno de sus elementos fundamentales. Reitero: la reflexión (parte esencial del ensayo) en buena medida propone un orden. Por eso la filosofía ha elegido esta forma literaria como de campo de pruebas para su desarrollo, pues al final lo que busca el filósofo es un plano de exposición para explicar una teoría, justificar un método y, finalmente, arribar a conclusiones.
Lo cierto es que, por otra parte, el ensayo filosófico no tiene una exigencia estética que cumplir, el ensayo literario sí, y vale decir que, si bien las meditaciones de Ortega incumplen la promesa que asumió el autor con el título, no faltan a su deber de belleza ni rompen con su intención reflexiva; el libro entrega un mosaico de pensamientos que sin lograr la cohesión se ajustan a una finalidad estética, por lo que habría que preguntarse si el problema con la obra fue el género que se eligió para abordarla o, de otro modo, pensar si la digresión está en el terreno de acción de otros estilos literarios y no en el ensayo.
La poesía es una forma literaria que toma la belleza en estado crudo, natural, para transformarla y convertir su sustancia en belleza dosificada, sometida a reglas, pero libre, a pesar de todo, para retratar el misterio, consignar lo inasible y deletrear el prodigio al mudar de la palabra simple y llana al canto.
El ensayo es la forma literaria que se ha utilizado para exponer una idea, ilustrar un concepto o explicar una visión del mundo. En ambos campos, entonces, la digresión podría observarse como una anomalía, porque la digresión pretende retratar el desorden de la vida, lo inestable de la realidad, lo largo y dificultoso que es contar la historia del mundo y, en ese intento, hacer la instantánea –o más aún– el álbum fotográfico que ilustra el transcurso de la vida singular y siempre compleja de una persona. Tal vez por eso la novela sea el terreno más propicio para la digresión.
Con la novela se intenta encontrar una explicación a las diversas cosas de la existencia, más no una conclusión, y se elige el relato de una historia para lograrlo. Las personas, el mundo, estamos formados de pequeños detalles, de diminutas circunstancias inevitables que nos diferencian de los demás y distinguen una historia de la otra. La novela intenta, únicamente, trazar el camino de la búsqueda de la verdad, pero, acaso, no llegar a una conclusión definitiva sobre ella, sino dejar todas las posibilidades abiertas, tal vez para que el lector haga su trabajo de interpretar la realidad y vivir la vida.
La vida es discontinua y errática. La realidad de una persona involucra la realidad de otras. Una historia se parte en muchas más. El desorden es la esencia de la novela, la digresión el camino para que el caos llegue a un plano donde la explicación de las circunstancias sea posible y no una barrera para observar el horizonte. En ese escenario de libertad, el novelista dirige la mirada al bosque, a la tierra, al firmamento o al detalle de las hojas y los frutos. Nadie puede reconocer el sabor delicioso de una manzana si no cede a la tentación de morder la fruta envenenada, y para ello debe, antes, observar con codicia ese objeto del deseo.