La idea del descenso siempre ha estado pletórica de contenido, evoca oscuridad, fuego, dolor, aunque, muy seguramente, dentro de todas sus acepciones y llamados a la imaginación no invoca la falta de sustancia: el vacío, la superficialidad o una idea de ausencia. En el subterráneo se gesta el miedo, la maldad, lo infernal, jamás lo inocuo o lo llano, la gravedad es la marca distintiva del subsuelo, la desolación el sentimiento que asoma a la imagen de aquello que es profundo, ya sea porque nos impone la visión de una caverna u, otra, de una inmensidad cubierta por agua.
Dios se esconde. Una de las nociones con más significado a lo largo del tiempo ha sido la de la divinidad. Existen tantos dioses como tipos de fe, y tantas ideas de Dios como personas hay en el mundo. Al grado de que el concepto de lo divino ha condicionado la forma de hacer política, ha llenado de contenido la vida social o ha permitido erigir una moral como directiva del comportamiento humano. Por ello, “en el momento en el que el hombre sustituye a Dios como fundamento de la ley y la religión se retira del dominio público para convertirse en un asunto privado” (Pascal Bruckner).
En ese trayecto, la humanidad ha ganado independencia frente al absolutismo divino, pero, al mismo tiempo, ha perdido la noción de “creación continua del mundo” (Bruckner) haciendo posible el desdibujo del ser de las cosas, dando espacio a “la nada” (san Agustín), que se apodera del destino del hombre, mientras la idea de absoluto se transforma en una creciente relatividad en la que, por una parte, la persona pierde la idea de los límites éticos y morales y se interna en una lógica de desengaño y desorientación, en donde vive una aparente libertad frente a una ausencia de sentido, como seres reales que han perdido su lugar en la eternidad.
La banalidad y la construcción de lo cotidiano. Al momento que Dios deja de ser la medida de todas las cosas, el destino se somete solamente al tiempo y al deseo personal. En esas circunstancias, el hombre se queda sin un control superior que le imponga una moral o una conducta determinada, y su libertad es el precio que paga ante una vida que opta por lo banal en lugar de por lo trascendente.
Esa banalidad sustituye las anteriores ideas de salvación y de condena eternas, por otras dos nociones igualmente dramáticas: el éxito y el fracaso. En esa medida, el hombre, la mujer, son falsamente libres, porque se han liberado del yugo de Dios, pero, de manera voluntaria, se atan a otros dos novedosos obstáculos en donde la fama ocupa el lugar de la santidad y el deseo el del sacrificio confesional.
Conforme a ese contexto, el significado de lo ceremonial se seculariza y tanto la felicidad como el sufrimiento encuentran un espacio más democrático, en el cual los hombres y mujeres viven a ciegas un destino en el que vacilan “entre la nostalgia del ritual y los fantasmas de la simplificación a gran escala” (Bruckner). Esta lógica de lo simple habilita la imposición de lo superfluo como pensamiento dominante en la vida social, así de lo profundo se da paso a lo inmediato y, en esa imediatez, al “entusiasmo por la inanidad” (Bruckner).
Modernidad, cotidianeidad y tecnología. Con el establecimiento de lo “moderno” se anuncia el avance tecnológico, la sustitución de lo moral por lo superfluo y la preponderancia de lo individual frente a lo social. En esa inercia, la comodidad se transforma en una regla que corre en paralelo al deseo de reinventar la esclavitud humana.
La Revolución Industrial, como segundo resurgimiento de la individualidad (después del Renacimiento), estandariza la comodidad de unos frente a la explotación de los otros. Así, víctimas y victimarios encuentran en la tecnificación una forma de hacer del mundo un lugar más habitable, pero, al mismo tiempo, un sitio donde se engendra un campo de batalla entre los dueños del capital y sus siervos, quienes empuñan un arma, pero también una ideología que justifica su personalidad de contrarios.
A partir de ese momento, la dominación tiene la fisonomía del guante y el garrote, pues si bien el régimen disciplinario sigue siendo una forma eficaz de castigo, con la democratización social y la tecnificación, avanza simultáneamente la imposición social de la sutileza (Chan). De esta forma el poder deja de ser una consecuencia de la fuerza, de la violencia y se transforma en una herramienta de inquisición silenciosa, suave y, por ende, menos dolorosa, pero igualmente efectiva.
En ese contexto, el panóptico carcelario se ve sustituido por un espionaje de pantalla en el que vigilante y vigilado se ubican en un plano de complicidad, pues, si bien, el denominado “Gran hermano”, es un visitante no deseado de la intimidad del sujeto vigilado, con el paso del tiempo esa intervención se convierte en un trato aceptable entre espía y espiado, quienes celebran un contrato tácito de conformidad, en el que uno autoriza ser vigilado y el otro se preocupa por recabar el permiso para ejercer la vigilancia.
Felicidad en la era del tedio. El gran mérito de la modernidad ha sido crear una idea de felicidad ad hoc a los tiempos, en donde la técnica define buena parte de las circunstancias individuales, así como la cobertura de las necesidades personales y grupales. Durante el Renacimiento o la Revolución Industrial, la técnica fue utilizada como un instrumento del ingenio humano para engrandecerlo socialmente, a partir de herramientas que hacían más sencillo el acceso a satisfactores, hoy, si bien la tecnología tiene esa pretensión original de facilitar la vida de las personas, ahora, más que nunca, por su conducto, se ha convertido en un medio a través del cual las personas cubren menos sus necesidades y satisfacen, sin mesura, los empeños de corporaciones, empresas trasnacionales de toda índole y medios de comunicación, que han dejado en el olvido a los antes dominantes sistemas de radio y televisión, con el fin de utilizar hasta sus últimas consecuencias los medios digitales para lograr un espectro comunicativo mayor, sí, pero, también, para construir un medio eficaz para manipular conciencias, en el cual el vigilante pierde el rostro terrible que vaticinaba Orwell en su 1984 y adquiere el rostro de la persona que se observa en el espejo: el usuario de telefonía celular, el apasionado a las redes sociales, canales de streaming, o bien, el seguidor impenitente de youtubers, influencers, y personalidades de la red, que no solo erigen una nueva moral, una nueva forma de pensar (si es que lo que proponen puede llamarse pensamiento), si no, tal vez, un sustituto de la religión, en la cual los valores son el éxito efímero y la herramienta para conseguirlo: la simplificación.
Ahora, más que nunca, las iglesias mundiales en sus diferentes tipos de fe, pierden adeptos, mientras lo que podrían llamarse gurús cibernéticos, coaches, sectas y creencias emergentes ganan seguidores, ignoro si ello tenga que ver con la simplificación de los rituales o con la adaptación social a otros valores, principios y necesidades emotivas, que han dejado de lado la antigua moralidad judeo-cristiana y las nociones de sacrificio y recompensa eterna tras su padecimiento, al dar lugar a premios inmediatos que a través de mensajes sencillos, carentes de simbolismo, o de dificultad, que revelan verdades aparentes y encaminan a la gente en sus preocupaciones inmediatas: cómo superar una ruptura amorosa, cómo conseguir pareja o hacerse un cazador infalible de mujeres u hombres, o bien, cómo alcanzar riqueza, fama y fortuna a través de cinco consejos simples.
En esa lógica de “espiritualidad”, la idea de descenso desaparece, ya no existe un propósito de buscar el fondo para luego salir en busca de la luz. La idea es no llegar al fondo de nada, no mancharse la túnica de lodo, sino mantener la blancura o la brillantez que sólo permite lo inocuo, lo no flamable, lo ingenuo, ser predecible y, en esa medida, ponerse al servicio de cualquier orden de dominación.
Alguien que niega la rebeldía también niega la crítica, pero sobre todo la autocrítica, de modo que ese lugar común –si yo cambio, todo cambia– descubre en toda su amplitud la falacia y explica que la nueva realidad más que formar hombres o mujeres delinea sombras: personajes sin rostro, ingenuos, que se hacen el sepuku con un teléfono celular, porque el medio ha sido tan absorbente que su pereza es tal que negarán la posibilidad de encontrar un sable para provocarse una herida mortal y ante la negación de la vida y la muerte: el vacío.