Cuando el mexicano meó en la Llama Eterna

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La madrugada del 30 de junio al 1 de julio de 1998 es memorable dentro de las competencias deportivas mundiales.

Estoy en ese mismo sitio donde, hace 26 años, la alegría de un mexicano abrazado a su pareja extinguió la flama que honra a los soldados franceses caídos en las guerras. Subrayo la nacionalidad porque Rodrigo Rafael Ortega lo hizo a gritos para celebrar la derrota del representativo tricolor por 2 a 1, propinada por Alemania en los octavos de finales del Mundial de Futbol.

Estoy seguro de que, en ese entonces, el joven Rodrigo no tenía la menor idea de la canción de Jorge Negrete con la que muchos hallaron identidad: Yo soy mexicano y orgullo lo tengo / Nací despreciando la vida y la muerte / Y si echo bravatas, también las sostengo.

En cambio, creo que él sabía que su chorro de orines estaba agrediendo la heroicidad de miles de hombres que pelearon en cruentas reyertas y, sobre todo, en los cielos franceses invadidos por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Pero si Rodrigo no lo sabía, lo cual también es posible, exhibió no sólo su ignorancia y falta de respeto, también mostró una impronta del tipo de mexicano que irrumpe en la fiesta con cualquier pretexto, hasta para festejar su inferioridad creyéndose superior al otro, es decir, inventando una epopeya y saliendo airoso de ella. Mostrando resentimiento a carcajadas, así como el cómico Garrik aunque, en contraste, él guardaba tristeza y no rencor en su alma.

Tsss… la llama quedó extinguida y apenas se observó un manto pequeño de humo negro. La explosión de risa, en cambio, invadió la atmósfera como fuego pirotécnico. “México lindo y querido, si muero lejos de ti…”

Rodrigo y su novia todavía tuvieron un par de días para el jolgorio, antes de ser detenidos por la policía. Ellos habían ido a París a defender la patria que, como en el cuadro de Delacroix, guió a sus hijos para decirle al mundo que, altanera preciosa y orgullosa, la biquina no conoce el amor.

No importa que México hubiera perdido como otras veces, en 1978 por goleada, en 1986 en penaltis y en otros tantos encuentros. O más bien, sí importa: hay que lavar la afrenta porque ellos desconocen que como México no hay dos (ni como Francia y Alemania, aunque ese es asunto de los franceses, no nuestro).

Y aquí, en el Arco del Triunfo, la Plaza de la Concordia o caminando en el Sena, los hijos de Moctezuma vienen a honrar sus tierras ignotas. Si ellos le quemaron los pies al emperador, nosotros les meamos su orgullo en un estrafalario apotegma impregnado de paz: “¡Viva México, cabrones!”.

Ya después vinieron las disculpas de la diplomacia azteca y los dos mexicanos prestos al grito de guerra regresaron al país. Misión cumplida, apoyaron al equipo de todos, comprendieron que ellos no son nadie para exigirle nada a sus jugadores pues ellos no han tocado el balón en toda su vida ni han ganado siquiera a las canicas.

Rodrigo y su novia son la llama encendida del mexicano que, en la amargura de la fiesta, celebra sus derrotas.

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