Existe abundante bibliografía que documenta la gestación de la izquierda autoritaria en México. Desde finales de los años treinta con la Segunda Guerra Mundial hasta la Guerra Fría, gestada a partir de 1947 entre occidente y el bloque socialista europeo, que acabó con la caída del Muro de Berlín, en 1991. En 1939 era relativamente sencillo ubicar al enemigo fascista y situarse de lado de sus combatientes que, a la larga, derrotarían a Alemania y sus aliados. La mayor parte de la izquierda simpatizaría con la URSS y sostendría esa definición, aunque también tendría polémicas y sufriría escisiones debido a la falta de democracia, que incluía campos de concentración, en el llamado “Socialismo real”. Pero la hegemonía de esa visión autoritaria se afianzó en 1959 con la revolución cubana que se volvió una inspiración para los movimientos obreros, campesinos y estudiantiles. Los aires de libertad que soplarían a finales de los años 80 generaron la ilusión de que, al fin, la izquierda abandonaba sus parámetros autoritarios para alentar la democracia. En 1988, con las primeras elecciones competidas en nuestro país, y en 1991, con la caída del Muro de Berlín, se había gestado una convicción democrática irreversible, o eso creímos…
Alejandro Encinas Rodríguez es parte del gen autoritario de esa izquierda. La misma que convalidó el encarcelamiento del poeta cubano Heberto Padilla en 1971 y que sigue apoyando la dictadura en la isla; la misma que en los 80 llamó “fascista” a Octavio Paz por su enfoque sobre las guerrillas de Nicaragua y El Salvador. La que empuñó las armas en la sierra guerrerense, también en los 70, y la que endureció sus acciones en las universidades. La que desoyó el llamado de Enrique Krauze a una “Democracia sin adjetivos” (1986) y la que a regañadientes, a final de cuentas, fue arrastrada por las reformas de 1977 a la ruta electoral que, por primera vez, permitió la representación de las minorías en el Congreso, y la que, más por conveniencia que por convicción, participó del principal proyecto unitario de la izquierda con la fundación del PRD que, en sus siglas, llevó puestos los términos repelentes entre “Democracia” y “Revolución”.
Este añejo militante es el vivo ejemplo de la cultura despótica que justifica la opresión de las libertades por el bien del paraíso que, décadas atrás, significó el socialismo y que el populismo en México hizo suyo como parte de su mimetización con aquella tradición de la izquierda intolerante junto con la descalificación de quien disiente porque es “fascista” o “facho” como otro recurso entre los que ha recurrido en nuestro país y en América Latina aquel espectro ideológico. Paradógicamente, ese populismo mimetizado con la izquierda despótica impulsa la exaltación del nacionalismo y el culto a la personalidad Andrés Manuel López Obrador, así como sucedió con Stalin y Fidel Castro.
Encinas es un gozne entre los viejos partidos comunista y socialista unificado de México, provenientes de la izquierda, y los nacionalistas autoproclamados “progresistas” PRD y Morena. Entre el maremágnum populista que detonó en 2018, se situó entre apoyar las víctimas de Ayotzinapa y la disciplina que le exigió el presidente para no pelear con el Ejército. Como leal servidor del Jefe del Ejecutivo, Encinas optó por lo segundo. Hubo otra tragedia en el país y el responsable de la protección de los periodistas también se abstuvo de pronunciarse sobre los asesinatos de los profesionales de la comunicación que, según cifras de la revista Etcétera, ascendieron a 80 en la administración de López Obrador. El hecho es claro: los símbolos de la izquierda más vetusta, Encinas entre ellos, callaron como en los tiempos del aprisionamiento de Heberto Padilla y los campos de concentración de la URSS, y actuaron como en los años del grito bobalicón, pero profundamente opresor que asoció a Reagan “rapaz” con Octavio Paz. El pasado se nos vino encima y Alejandro Encinas convalidó el acoso y la persecución de Presidente en contra de periodistas, intelectuales y académicos que difirieron de él. El exfuncionario de Gobernación fue un bolchevique amaestrado por el líder supremo de la autoproclamada 4T.