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Las connotadas figuras culturales globales enfrentan una batería de lugares comunes como comentario a sus nuevas obras. En realidad, en ciertos contextos predominan los tópicos hacia las artes en general, desde conversaciones mundanas hasta la pseudocrítica usualmente publicada, pasando por la producción académica que se contenta con aplicar —es decir, repetir esquemáticamente— teorías deficientes a cualquier creación (por ejemplo, toda obra como reflejo del supuesto “neoliberalismo”). Pero sirve tomar en serio uno de esos lugares comunes para examinarlo respecto a la reciente película de un consagrado: Pedro Almodóvar y La habitación de al lado (2024).

2. Los personajes en Nueva York conviven con los colores habituales de Almodóvar.

El tópico es el de la repetición: “eso ya lo hizo hace años”, “me gustaba cuando lo hacía al principio de su carrera”, “es lo mismo de siempre”… Y aunque la formulación pueda expresarse positivamente —“es Almodóvar”— el trasfondo es el mismo: incesante expectativa de novedad, percibir como falla su ausencia. No resulta claro en qué plano se espera la innovación, pero los lugares comunes no se alimentan de precisión: son caníbales, parloteo por el parloteo que se agota sin siquiera percatarse de su autofagia. Pero la efectividad narrativa de Almodóvar no es despreciable: es concisión y ritmo que conduce a los espectadores. ¿De qué forma podría la música atinada ser defecto e insuficiencia la belleza aún cuando los espacios se muestran difuminados? La disconformidad con lo conocido, no obstante, puede tener argumentos a favor.

En el caso de La habitación de al lado, su promoción reitera que es el primer largometraje de Almodóvar en inglés. No falta algún sabihondo que destaca que el cineasta cambia Madrid por Nueva York. Poco importa pues a diferencia de experiencias como la de Allen en La provocación (2005), verdadera inmersión etnográfica en Londres, Almodóvar cambia de escenario y actores sin alterar su materia: el filme podría ocurrir en la capital española y algún alrededor boscoso. No hay “movida madrileña” pero se habla de vida nocturna en la Nueva York de los ochenta. Esto es demérito sólo para quienes suponen que aportar conocimiento sociológico es deber de las artes. Más significativo es que al conservar su estilo, Almodóvar muestra la vida a medio camino entre reflejos y realidad, certera metáfora del cine.

3. Tilda Swinton interpreta a una enferma terminal que desea una muerte digna.

La trama de La habitación de al lado es fácilmente resumible: dos amigas se reencuentran ante la fase terminal de la enfermedad de una de ellas, quien pide a la otra acompañarla en su muerte decidida; no se trata de auxiliar un proceso de suicidio, sino apenas de que la enferma sepa a su amiga en un cuarto cercano. Como parte de su universo habitual, el director presenta —como convendría que fuese por todos compartido— la diversidad de preferencias sexuales como hecho sin conflicto. Abundan los típicos recursos almodovarianos como las dolorosas memorias de personajes con saltos entre épocas o, formalmente, la magistral carga de colores chillantes en cualquier circunstancia. Las imágenes del pasado dan sentido al presente y, sobre todo, con sus juegos de actores remotamente parecidos a los del ahora de la película, nos recuerdan —en su definitiva diferencia— cómo somos respecto a quienes fuimos.

El director Pedro Almodóvar con las protagonistas del filme.

Martha, la enferma interpretada por Tilda Swinton, ha trabajado como corresponsal de guerra para The New York Times. Ingrid, a cargo de la actriz Julianne Moore, se ha establecido como escritora. Ambas son gente realizada, excepciones. En esto también hay reiteración: la creación de personajes con vida exquisita y preocupaciones como el calentamiento global o que las sociedades se estén volviendo absurdas e inhumanas. Hay reflexión sobre la muerte digna. Martha niega que su cáncer sea batalla entre el bien y el mal o la muerte derrota por falta de combate. Llega a expresar: “Creo que merezco una buena muerte”, pero debe conseguir su “píldora para la eutanasia” a través de bajos y ocultos fondos de internet. Las conversaciones están llenas de cultura, como si los personajes fuesen parte de la cotidianidad de Almodóvar. Es el mundo preferido por el director y también el de la contradicción de quienes creen saber cómo corresponder vivir a la demás gente.

La cuestión de aceptar la diversidad sexual es una manera en que Almodóvar y otros creadores —sin necesidad de exagerar su contribución— son parte de su tiempo y colaboradores en la construcción de uno nuevo. La leyenda “Escrita y dirigida por Almodóvar” revela un producto conocido, pero la claridad sobre si esto es demérito o virtud se nos escapa en cuanto abandonamos el pantanoso campo de los lugares comunes. Un parlamento de Martha quizá dé una clave en este asunto: “No quiero regresar a dónde he sido feliz. Siempre es un error volver a un lugar en que uno ha sido realmente feliz. Sólo echas a perder los buenos recuerdos de la primera vez”. Esto podría interpretarse como manifiesto contra la repetición. Pero también da pie a algo más.

Julianne Moore interpreta a la amiga solidaria que acompañará a Martha.

Saliendo del tópico que sólo sirve para parlotear, el reparo a la reiteración puede argumentarse en el sentido de ser obstáculo a una práctica cultural continuada: buena parte de los artistas más importantes lo son porque al innovar —por lo general formalmente, aunque a veces también en su abordaje de temas establecidos— llevan su disciplina a nuevas fronteras. El problema es que en sus mejores versiones esta concepción suele terminar confundida con visiones historicistas y deterministas que incluso lindan con deformaciones de la teoría de la evolución. Desde hace algunas décadas la expectativa de novedad —que popularmente sigue dominando— convive con planteamientos “posmodernos” que lo mismo reivindican la vuelta a formas clásicas que cuestionamientos de la tradición y la autoría dando pie a intentos de legitimar prácticas de reutilización que aprovechan por igual desechos que obras preexistentes. Frente a tal panorama, la repetición en el corpus de la obra de un artista resulta afirmación identitaria individual. La pregunta sobre el valor de lo nuevo en el arte está abierta para moldearla con alguna comprensión y prácticas concretas que superen el actual dominio tentativo.

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