Embarcada en el esquife de su hermosura de proporciones helénicas,
hizo por el teatro en México lo que hasta en sueños es difícil alcanzar
Armando de María y Campos
En México sí hay a quien igualar con Sarah Bernhardt, célebre actriz de cine y teatro francés venerada por intelectuales como Sigmund Freud y Víctor Hugo. Ella es Virginia Fábregas, tan altiva y elegante como aquella que la inspiró cuando la miró por primera vez. Ambas expusieron con maestría la hipocresía de la alta sociedad y retaron atavismos porque, además, fueron empresarias en un mundo que sólo admitía a los hombres.
Virginia Fábregas es el germen de las divas que brotaron en el teatro y luego en el cine (en el primer caso María Conesa y, en el segundo, Andrea Palma). Sus impresos fotográficos captan la robusta imagen de las diosas griegas y romanas o su cara arrogante, el alma arrebatada por el cianotipo como entonces se decía, izando el laudo del teatro culto como el que impulsaron, en 1826, los editores de “El Iris”, el primer periódico cultural del México independiente, a quienes les faltó vida para conocer a la artista y celebrar esa realidad que ellos impulsaron.
Virginia Fábregas no es una estampa de erotismo como más tarde serían las actrices del teatro frívolo; el perfil de Juno o Friné no tienen qué ver con ella ni tampoco los versos ripiosos de las zarzuelas que ella no interpretó. Tenía 15 años cuando decidió no tener relación con éstas cuando, según Armando de María y Campos, debió repartir simpatías junto a la tiplecita Amada Morales, “una traviesa artista del género chico”.
Si Juno es la diosa del matrimonio, el nombre de Virginia Fábregas es el primer registro de divorcio de México. Si Friné es la hetaira de las buenas acciones, la mujer de Yautepec, Morelos, es actriz de las funciones de beneficencia y la mujer que rechazó ser joya codiciada de los hombres del poder. Muestra de su valentía es su resistencia a las críticas de la prensa que insistió en la contrario porque no aceptó que una “farandulera” pudiera discurrir en el medio sin tener las bombachas ligeras y la mano estirada.
Fábregas deshizo el juicio de que el teatro serio es clasista. La actriz aireó convencionalismos (“Doña diabla”), desafió cánones morales (“La dama de las Camelias”) y encaró atavismos, a los 21 años actuó en la comedia “Divorciémonos” y al caracterizar a Hamlet escandalizó. No tuvo el mismo éxito en el cine (porque una y otra palestra son distintas). “La fruta amarga” (1930) y “La sangre manda” (1934) son prescindibles a diferencia de su último filme, “La casa de la zorra” (1945) que trata de una mujer que regentea una casa de juegos. Su primera incursión fue en el coliseo “Aurora” propiedad de su padre, en Morelos, y pronto despuntó en los teatros del DF. sin descuidar sus estudios como maestra en la Escuela Normal y sin interrumpir su filantropía. Con la ventaja de una familia acaudalada pero sobre todo por su talento, debutó profesionalmente con la obra “Divorciémonos” en el teatro Arbeu el 24 de octubre de 1895 y, enseguida, erigió un teatro donde antes se alojó al teatro Renacimiento, al que asistió el presidente Porfirio Díaz en su inauguración.
Armando de María y Campos cita una “croniquilla” que aludió a su debut: “Es discreta, viste bien, frasea con soltura, sabe reír en la escena y toma champaña a las mil maravillas. Me parece que con todo eso y con su palmito, a poco que se esfuerce, irá lejos la señora Fábregas. Yo sentiría que fuera muy lejos, porque, naturalmente, la perdería de vista, y no haría gracia perder de vista cosa que tanto la recrea”. El reto estaba a la vista: la belleza a veces es un demonio que habita el cuerpo para que las artistas muestren destrezas.
El esfuerzo fue titánico pero Virginia llegó lejos, tanto que más de cien años después es parte de la memoria y más que eso fuente de inspiración para quienes eligen el teatro dramático. Nadie como Virginia y la formidable María Guerrero para interpretar a Margarita Gautier y sus embrollos que muestran que la vida disipada no está exenta del amor y la crueldad no impide el arrepentimiento que se amortiza con la vida (Fedora). De esto hace más de cien años, reitero, cuando además de lo antedicho denunciar el clasismo, así sea con una dosis de cursilería (“La mujer X”), era tan heterodoxo que suscitó recias críticas a la actriz tanto como su maternidad fuera del matrimonio o su alegato para divorciarse del actor y director, el abogado Francisco “Pancho” Cardona, a quien le disgustó que su esposa fuera empresaria. Era celoso, aunque él sí se permitía sus francachelas hasta que Baco y Thalia no alternaron más, la victoria de Virginia en el litigio de divorcio alentó el derecho de las mujeres en ese tenor. Ella navegó -hasta la peste bubónica sorteó en Puerto Rico atada en la quilla de un barco que tremoló como cuerda de violín hasta mirar tierra en Curazao- mientras Francisco Cardona iniciaba fin que, al ahogar su hígado en alcohol, ocurrió el 1 de noviembre de 1913. Por cierto, la muerte de su ex esposo le generó otra tempestad para mantener a flote el teatro que llevó su nombre debido a las deudas que él le dejó por lo cual sólamente fue su propietaria a medias hasta que, una década después, lo adquirió definitivamente. Ni qué decir de los severos y casi siempre injustos, juicios de la prensa que nunca la arredraron.
Antes de aquel desenlace la dupla Fábregas-Cardona hizo mucho por el teatro (el abogado se hizo actor por ella, encarnó a un gran Vinicio en “¿Quo Vadis?” en el Teatro Renacimiento y tuvo decenas de incursiones en el extranjero junto a Virginia). De María y Campos resalta que ambos lograron que el Teatro Hidalgo, enclavado en uno de los más populosos barrios de la capital, en 1902, fuera el centro de reunión más elevado. “Con frecuencia acudían desde el presidente de la República, general Don Porfirio Díaz, en unión de su esposa, los ministros del Estado, el cuerpo diplomático y lo mejor de la sociedad porfirista, hasta los mismos espectadores de antes, sólo que ya sin merienda que consumir durante los intermedios, y portándose con ese respeto que fue característico de nuestra clase media y pueblo sumiso en todos los actos a que asistían caballeros enlevitados y señoras con una naturaleza muerta sobre sus descomunales y sorprendentes sombreros”.
“¿Quo Vadis?” fue un parteaguas en México. Incentivó adaptaciones y producciones propias porque, como recordó la actriz, “hicimos un llamamiento cordial a los autores teatrales para que escribieran obras netamente nacionales y representarlas nosotros”. Este es sólo un ejemplo donde sobresalió, para escribirlo como lo hizo un cronista de la época, “su poderosa voz de simpático timbre, a la que sabe imprimir la más delicada ternura y el agudo acento de dolor que requieren los estados de ánimo que trata de simular”.
Virginia Fábregas es una institución del teatro hispanoamericano. En 1913, en Bogotá presentó “¿Quo Vadis?” y cuando haría lo mismo en Medellín la epidemia de tifo comenzó a cobrar miles de víctimas. (Por esas actuaciones y por “La dama de las Camelias”, la actriz recibió el Premio de las Palmas Académicas del gobierno francés). La proeza es formidable, más aún si añadimos que se sobrepuso –a diferencia de otras actrices– a los vaivenes de la Revolución y el proceso de institucionalización mexicanos. Incluso los acompañó. Ofreció a Venustiano Carranza que su unigénito Manuel Sánchez Navarro se enlistara a la Revolución y fue mal vista en Estados Unidos porque, en 1914 se opuso a la ocupación de Veracruz, lo que implicó su expulsión de la unión americana en 1922. Pero su trabajo volvió a imponerse –en 1936 encabezó en México el fervor que detonó la puesta en escena de “El milagro del Tepeyac”, con la cual honró más de 400 años de historia del teatro guadalupano y, en 1947, fue homenajeada por las más altas autoridades del vecino país del norte.
Al final de su vida, en medio de una gira por Centroamérica, se dijo complacida por los frutos de su carrera y recordó, vehemente, a la alta sociedad porfirista por no picarse el ombligo nacionalista, recibir a los mejores artistas y mirar otras latitudes de gran producción cultural. Todavía tuvo energías para emprender otra representación en el país, subvencionada por el presidente Miguel Alemán y más tarde de hacerlo, casi ciega, en España en 1949. Sin duda, el barco que capitaneó anduvo a contracorriente del avasallante ciclón cinematográfico pero aún suena en las paredes del Palacio de Bellas Artes su voz cálida durante la representación de “La casa de Bernarda Alba” y lo hace también en cada una de las representaciones dramáticas del teatro actual.
José López Portillo y Rojas le dedicó este poema:.
En medio del triunfo inmenso
que te cerca sin cesar,
no vayas a desdeñar
este granito de incienso
que quemo al pie de tu altar.
Desde entonces y seguramente hasta tiempos inmemoriales, la actriz surca desde la proa de un navío como la Victoria alada de Samotracia.
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Nació en Yautepec, Morelos, el 19 de septiembre de 1871; falleció en la ciudad de México el 17 de noviembre de 1950. Sus restos reposan en la Rotonda de las Personas Ilustres, en la Ciudad de México.

