Primero, una confesión necesaria: admiro a Rafael Márquez, el futbolista. He seguido su carrera desde que, siendo apenas un chamaco, ya encabezaba la defensa de su Atlas de Guadalajara con una elegancia poco común. Lo admiré cuando decidió dejar la comodidad de la liga mexicana para ir a buscar fortuna al Mónaco, sin hablar una palabra de francés pero armado con ese cerebro privilegiado capaz de ver toda la cancha, todo el tiempo, a la misma vez. Lo seguí con asombro cuando dio el salto al Barcelona, donde fue tan indispensable como Ronaldinho, Puyol, Xavi y Busquets. Hasta allá fui a entrevistarlo hace más de una década. Platicamos por una hora de futbol y un buen rato de la vida. Márquez solo perdió la compostura un minuto, cuando lo obligué a recordar a su padre, también futbolista, fallecido prematuramente. Me impresionó su claridad, pero también su precisión y mesura. Hablaba como jugaba: a tiempo. A lo largo de casi dos décadas he también visto a Márquez ejercer como capitán de la Selección Mexicana, siempre con una gallardía apenas interrumpida por algunos exabruptos en el trajín de alta competencia. Pero Márquez no solo ha sido exquisito: ha sido eficaz. Como capitán mexicano ha anotado en tres mundiales distintos, cada diana en un momento crucial. En su mejor versión, ha sido un futbolista incomparable, quizá el mejor que ha dado México, con el perdón de ese gigante de la última zona que fue Hugo Sánchez.
Pero esta admiración deportiva no explica el calibre de mi pena al enterarme de que Márquez ha sido identificado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos como testaferro de un presunto lavador de dinero, empleado de ese carnicero irredimible que es Joaquín Guzmán. No le lloro, pues, a las pasiones de mi niñez. Le lloro, eso sí, a la juventud de mi país. A reserva de escuchar la versión del propio Márquez, su aparente caída no es otra cosa más que la confirmación de un desamparo generacional cuyas consecuencias, me temo, aún se nos escapan.
Más información en: http://bit.ly/2uKZTMc