Hace siete años la revista Nexos hizo, bajo la inspiración de Manuel Rodríguez Woog, presidente de la empresa demoscópica Gaussc, una encuesta nacional sobre valores, sueños y creencias de los mexicanos.
El retrato que surgió de aquella encuesta, completada por un estudio cualitativo de Lexia, bajo la dirección de Guido Lara, fue el de un extraño ciudadano.
Algo menos que un ciudadano, en realidad: un habitante de la polis que no creía en ella, poco identificado con su país, poco interesado en los demás, centrado en sus intereses particulares y los de su familia, un tanto ciego o indiferente a las reglas de la convivencia y al destino de su comunidad, seguro en cambio de que podía conseguir lo que deseaba con su propio esfuerzo, aún si para conseguirlo debía saltarse las trancas aquí y allá, violar la ley, ir contra el bien común.
Era el retrato de un ciudadano individualista, confiado en sus potencialidades, desconfiado de su sociedad y su país, solidario solo consigo mismo y su familia, distante y descreído de todo lo que tuviera el aire de un destino común.
No un hombre encerrado en el laberinto de su soledad, sino activo en el ejercicio de ella para conseguir sus cosas.
Bautizamos a aquel extraño ciudadano como un liberal salvaje, un hombre, como digo, con una “confianza casi irrestricta en sí mismo” y una “desconfianza radical en el Estado y sus instituciones”.
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