Dentro de todas las formas existentes de manifestación de la corrupción en México, hay una que sigue siendo toral e inatendida: la que se produce como consecuencia, y alrededor de los procesos electorales. Este es un problema mayor de nuestra democracia, y es lo que en gran medida explica la multiplicación de las manifestaciones de la corrupción en nuestro país, desde los ámbitos más modestos hasta las altas esferas nacionales. Sin embargo, en la medida en que prevalezca la simulación y el autoengaño, continuará esta carrera disparatada rumbo a la autodestrucción, en general, de nuestras instituciones.
En efecto, por todo el país hay muestras de corrupción institucional. En el ámbito nacional, el mayor escollo que enfrenta el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto es justamente el de los cuestionamientos por corrupción. Aunque fue un candidato carismático y bien recibido —le ganó a Andrés Manuel López Obrador por un amplio margen de votos, que desde el inicio hizo incuestionable su victoria electoral—, y que además logró en un periodo corto de tiempo el consenso político necesario para impulsar un ambicioso paquete de reformas, lo cierto es que nada le hizo más daño que la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa y, sobre todo, la incrustación de la duda en el colectivo social sobre la existencia de actos sistemáticos de corrupción, desde que era Gobernador del Estado de México.
Todas esas dudas se cristalizaron en un referente que hoy es funesto: el noviembre de 2013 se estableció la existencia de una mansión, propiedad de la familia del Presidente de la República, que habría sido adquirida como el pago de favores relacionados con la construcción de obra pública, por parte de una empresa propiedad de Juan Armando Hinojosa. Quienes documentaron la información, establecieron cómo el constructor fue ganando terreno en las contrataciones de obra en el gobierno del Estado de México, y luego en el gobierno federal, al mismo tiempo en el que ocurrió la contratación de la obra para la construcción de la casa de la esposa del Presidente, la cual además fue pactada en condiciones por demás preferenciales respecto a cómo se establecían los precios y las cláusulas generales en el mercado de la construcción.
Esto, independientemente de cómo fue explicado por el Presidente y su familia, dejó sembrada la duda respecto a la posibilidad de que Peña Nieto estuviera incurriendo en actos sistemáticos de corrupción. Ello se alimentó con la cancelación de la obra que le había entregado precisamente a Juan Armando Hinojosa, y luego se fue constatando reiteradamente con las evidencias de la corrupción sistemática en la mitad de los gobiernos estatales del país, que fueron solapados por Peña Nieto hasta que le parecieron insostenibles políticamente.
Así, por ejemplo, casos como los de los Duarte en Veracruz y Chihuahua, y los de muchos otros mandatarios estatales a los que se les han descubierto galopantes signos de corrupción, pusieron en claro el tamaño del problema que enfrentaba el gobierno de Peña Nieto, no nada más por sus propios problemas sino por haber tolerado e incluso encubierto todo lo que estaba pasando frente a sus propios ojos sin que aparentemente ellos lo registraran.
Luego se supo que el gobierno federal sabía perfectamente lo que pasaba, pero que en gran medida todo había sido tolerado por la necesidad de su partido de seguir ganando elecciones. En el fondo, el problema de los procesos electorales ha sido más profundo y corrosivo de lo que imaginábamos, pero lo realmente grave es que pareciera que continúa existiendo ese pacto tácito entre todas las fuerzas políticas para no dejar de tolerar la corrupción mientras haya el espacio para que eso se involucre con los procesos electorales.
CORRUPCIÓN SISTÉMICA
Habría que preguntarse por qué ha sido prácticamente imposible eliminar la corrupción del sistema político y, en general, de las relaciones que establece el Estado con los particulares en todas sus vertientes. Acaso, en esa lógica hay pocas manifestaciones tan claras y contundentes como la que acaba de hacer el titular de la Auditoría Superior de la Federación, quien establece en qué dimensión se encuentra este problema, y hasta dónde ha corroído la estabilidad del propio gobierno.
En esa lógica, el auditor Juan Manuel Portal ha señalado que el origen de la corrupción se encuentra en gran medida en los propios procesos electorales. “Las desviaciones mayores que hemos observado (…) no encontramos mayor justificación el que, a parte de que se lo robaron, son tales cúmulos de dinero lo que se puede ir a campañas electorales”, ha señalado enfáticamente.
En ese sentido, el auditor superior insistió en que el gasto electoral sea menor y que exista un mayor control de los spots en radio y televisión. “Debemos cuidar que el gasto electoral sea menor, es impresionante lo que se gasta, y es legal”, comentó, “ojalá se pudiera reducir el tiempo de las campañas, ojalá hubiera controles como que el tiempo de radio y televisión lo pague el INE, nada de cada quien contrata”.
Una vez que los recursos federales son entregados a los partidos, no existen mecanismos de fiscalización que permitan a la auditoría revisar en qué se gastó ese dinero, señaló el funcionario. “No hay forma de demostrar los gastos en campaña, es como el soborno, ¿cómo comprueba un auditor un soborno?”, mencionó, “salido el dinero del banco y en efectivo es imposible seguir la huella, no hay forma”.
A todo esto habría que sumar muchas de las cosas que forman parte de esos procesos electorales, como la compra y venta indiscriminada de votos; los ríos de dinero en efectivo que circula en el país durante los procesos electorales, que incluso llegan a niveles preocupantes para el fisco por el nulo control que puede tener de la circulación de dinero en efectivo justamente cuando ocurren esos periodos, y la determinación de los partidos políticos por no entrar al establecimiento real de controles —ontológicos y deontológicos— relacionados con su propio comportamiento durante los periodos de campañas.
Por eso habría que entender que el primer paso para el cambio de la situación actual del país, y del enojo social que hoy pesa sobre la sociedad, pasa por el reconocimiento del tamaño de la corrupción, y la necesidad de dar pasos firmes sobre ello. No es suficiente seguir pensando en la lógica de los buenos y los malos, en los que los primeros se asumen como puros y acusan a los otros de conversos, como si con eso fuera suficiente para terminar con los problemas que enfrenta el país. No es sólo una entidad, ni un ayuntamiento, ni el gobierno federal: debería ser todo el aparato gubernamental, quien debería reconocer la dimensión de esto, y tomar las medidas antes de que el enojo social desborde la tensa situación en la que nos encontramos.
¿Y LAS MEDIDAS?
Por eso hay que ver esta situación como un problema que no se aísla ni se segmenta entre las esferas del gobierno. No será suficiente el establecimiento del Sistema Nacional Anticorrupción, como tampoco ha sido suficiente el endurecimiento de las sucesivas leyes electorales que han regido al país. De todos modos, como la parte subjetiva del problema no ha cambiado —gobernantes, partidos, candidatos, políticos, y sus financiadores que están dispuestos a todo con tal de no cambiar—, entonces seguimos teniendo soluciones demagógicas que simulan voluntad pero que en el fondo contribuyen a perpetuar la ignominia.
Agradecemos a Adrián Ortiz Romero su autorización para publicarlo en nuestra página.