No sé cuánto tiempo ha pasado desde que estoy aquí sentado en el piso de una de las habitaciones de la casa de mi madre. Mis recuerdos se asemejan a muebles desvencijado cubiertos de polvo.
Creo que fue un mediodía como este que miro desde la ventana, el ambiente húmedo y frío y el cielo grisáceo. Estaba en un cerro me parece, cuando de pronto la tierra se estremeció y todo poco a poco, con una persistencia aterradora, se vino abajo. Todo ocurrió en instantes, creo, y yo en el fango revuelto entre lodo y gusanos. Todavía escucho el ruido ensordecedor de la debacle, el cielo nublado y frío, y los rostros desfigurados de quienes me miran llenos de angustia.
No sé más, no recuerdo más. Ahora estoy solo aquí en la intemperie, desnudo, muy delgado y con un pañal. Alcanzo a ver un televisor de lado izquierdo y la puerta al derecho por donde entra mi madre. Entonces volteo y le digo que no fue un terremoto lo que ocurrió, que eso creo pero no estoy seguro, le digo que algo me pasó pero no sé qué; tampoco sé porqué arrastro la voz como si estuviera borracho. Ella me mira con una sonrisa fingida que acentúa su tristeza.
Suena el zumbido de una mosca.
El silencio me desespera e intento levantarme. Caigo fulminado como por un rayo con las piernas como de trapo y apenas entre balbuceos alcanzo a escuchar que aquel cerro desgajado fue mi cabeza que estalló y que ahora cubre de besos y lágrimas mi madre, con sus manos deteniendo mi cabeza y rozando apenas las palabras que me ayudan a comprender ese derrame que me precipitó en el lodo entre gusanos. Ahora siento como sus lágrimas refrescan mi cerebro.
También llueve afuera.