Benjamín Franklin dijo alguna vez que el tiempo es el principal bien de la vida. Coincido. Lo es y, además, la duración de la vida la determina al tiempo; vamos, no hay más tiempo para el hombre yerto.
El tiempo forja sabiduría en los seres humanos si son capaces de aprender de la experiencia; si no, es como si el tiempo no hubiera transcurrido en sus vidas. De ahí que la vejez sea una circunstancia (como la juventud) que puede o no ser favorable. Lo es a mi parecer cuando, además de la salud, priva el ímpetu de saber: a los 83 años, días antes de morir, Goethe aún seguía interesado en aprender, astronomía en particular, y así pasaba las horas, como hacía el viejo caminante Thoreau, en los bosques (desde niño Goethe tuvo un reloj de piso para saber la hora y estar al tanto de la posición de los planetas). Dijo alguna vez el iconoclasta dramaturgo Alfred Jarry:
Pensemos en la perplejidad de un hombre que, fuera del tiempo y del espacio, ha perdido su reloj, su regla de medir y su diapasón. Creo que éste es el estado que constituye la muerte.
En el espacio temporal, finito, que ocupa la vida, el hombre y la mujer pueden ser rebasados por los cambios que a veces estos mismos delimitan en el transcurrir de los años: en música y las artes, la tecnología o la economía, y en cualquier actividad que abarque procesos sociales. Los viejos y quienes nos encontramos en las postrimerías de la madurez tenemos referentes sólidos, las más de las veces inamovibles, que formamos en el curso de la vida. Escribí “sólidos”, es decir, no necesariamente pertinentes ni oportunos para el presente. De a poco, nos guste o no (eso no importa), y unos con mayor rapidez y dimensión, vamos siendo obsoletos. Eso es parte de la vida. Por ello, como dice aquella canción, es una sabía virtud conocer el tiempo (el nuestro, hay que precisar, porque no todos los tiempos son iguales). Incluso a veces nuestro tiempo es mirar atrás, como dijo Milan Kundera: “El hombre atraviesa el presente con los ojos vendados, sólo puede intuir y adivinar lo que de verdad está viviendo; y después, cuando le quitan la venda de los ojos, puede mirar al pasado y comprobar qué es lo que ha vivido y cuál era su sentido”.
Los viejos tienen consigo los estragos del tiempo –físicos, intelectuales y emocionales–, pero ya lo escribió Philip Roth: no quieren que el final llegue un minuto antes de lo que debe. Esos estragos no sólo están en la salud quebrantada o en la memoria podrida ni en la estancia anacrónica frente a hombres y mujeres hijos del presente: también están en la discriminación (el fenómeno es histórico y mundial). Al viejo lo tratan muchas veces con desprecio quienes ignoran o no les interesa saber que la juventud es una circunstancia – que como los ven se verán, si viven, decían nuestros viejos–. El desprecio mira al anciano como pieza desechable y objeto de burla; no entiende que el viejo es parte del relevo generacional inevitable y que, en más de un sentido, los explica a ellos mismos y los determina para definir su quehacer y sus expectativas. También lo dijo Roth: la vejez no es una batalla; sino una masacre.
Además, asistimos regularmente al anverso de este enfoque discriminador que, como todos los polos, en esencia coinciden: es discriminatorio. Me refiero a la oda a las personas viejas, a quienes incluso se nos impide llamarles así, viejas, porque la extrema sensibilidad no quiere llamar a las cosas o las personas por su nombre, y su circunstancia exige, peor aún, llamar con otro nombre al contexto aludido (“adultos en plenitud”, dicen, no viejos o ancianos porque consideran despectivos esos términos). Ese enfoque políticamente correcto en nuestro país aplaude que un hombre o una mujer de 80 años o más, acometa responsabilidades públicas, y quienes critican la osadía, son de inmediato acusados de discriminar o sobajar a “nuestros abuelitos”.
Sobre la base de anotar, una vez más, que en efecto, hay discriminación contra los viejos en el mundo y, en particular, en nuestro país, sostengo que siempre será mejor esperar que un hombre o una mujer de su tiempo (jóvenes, vale decir), con la preparación requerida y la visión que implica la actualidad y la mirada al futuro, acometan responsabilidades que requieren desde un lenguaje nuevo para concatenar con los otros, hasta un enfoque y sensibilidad social que acumule experiencias pasadas y emprenda nuevas fórmulas. Es muy difícil, por no decir imposible, que una anciana de 82 años conozca con precisión la producción literaria que hay en México en la actualidad entre sus jóvenes. Esto no me hace discriminador de esa persona; incluso, precisamente en el marco de la igualdad, puedo decir que esa persona es una irresponsable. Lo mismo creo del personaje octogenario que, mediante un lenguaje de los años sesenta, responde a quienes disienten de él y los caracteriza con los ancestrales patrones de la Guerra Fría que más del 40% de la población actual no vivió, sobre todo porque ese tiempo y esas vidas ya no existen. Por eso será siempre un riesgo pretender echar atrás la máquina de la historia y repetir experiencias fallidas. Ese viejo, igual que el joven irresponsable y maniqueo, no tiene mi respeto. No tiene mi admiración aunque pinte miles de canas o carezca de cabello (y le digan cariñosamente “abuelito”).
Buena parte del gabinete de Andrés Manuel López Obrador me parece viejo, anquilosado; sus integrantes son emisarios de tiempos pasados que carecen de la preparación y la proyección para acometer responsabilidades de Estado que, esencialmente, implican presente y futuro, porque al pasado se mira como debe mirarse: seleccionando lo que funcionó de lo que no. Es decir, implica aprendizaje de la experiencia, y eso es un imperativo ético e intelectual de todos, en particular de quienes tienen arrestos y plenas facultades mentales y físicas para encarar responsabilidades. Si de discriminación hay que seguir hablando (y es algo que debemos hacer asiduamente), el gabinete de López Obrador está discriminando a los jóvenes y a la preparación actual que ellos tienen. Me opongo a esa discriminación, entre otras razones porque, como dijera Franklin, el tiempo es un bien y los jóvenes lo tienen a raudales.