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sábado 21 diciembre 2024

Deja que salga la Luna. La muerte de José Alfredo

por Marco Levario Turcott

“Y vámonos muriendo todos que están enterrando gratis”

Rosendo supo de inmediato que este viernes no era un día cualquiera. Lo supo al salir de la vecindad donde vive, a las diez y veintitrés de la mañana, y hallar cuerpos esparcidos en el piso, otros recargados en las paredes y varios más deambulando atolondrados por la Plaza Garibaldi en la Ciudad de México. Podría ser una zona de guerra si no fuera porque la noche anterior centenas de personas festejaron, fervorosos y sedientos, a la Santa Cecilia, patrona de los músicos.

Al costado de la fuente del Callejón de la Amargura reposan dos cuerpos andrajosos. En el zaguán de uno de los dos pequeños edificios un jovencito espigado a quien apodan “Tallo” fuma con pose de padrote; sus pantalones Topeka y sus zapatos altos Canadá son fruto del trabajo de mesero de Eduardo Piedra, su padre. Algunos perros husmean entre restos de confeti, harina, cascarones de huevo y decenas de varas de la pirotecnia que ayer iluminó el cielo. El grito de “¡El gaaaas!” viaja por las paredes. Más adelante, el panorama es desolador.

Situada entre la esquina del Callejón de la Amargura y República de Honduras, la panadería no puede abrir: está sitiada por teporochos. Huele a tacos de tripa y menudo. Luego están la peluquería “Salón blanco” y las aguas “Mi Lupita” despachadas por Martha Gutiérrez, una espectacular morena, propietaria de las nalgas más perfectas, redondas y firmes que se hayan visto por el rumbo desde que tengo memoria. Pasos adelante “El Chale”, un mediocre raterillo de ojos rasgados -en este instante de color rojo porque se las está tronando- intenta vender algo envuelto en su chaqueta. Doña Rebeca, su madre, vende las mejores enchiladas de mole del barrio pero es la más temida por los niños dada la fiereza con la que hunde el picahielo en la pelota intrusa que invadió sus ollas y por las groserías que profiere mientras tanto, que harían sonrojar al perico más imprudente de alta mar.

Rosendo observa el mismo trajín de siempre. Abejas que surten tiendas de abarrotes, limpian bares y cantinas o cambian tanques de gas en el mercado de San Camilito. El deambular de daifas extraviadas de todas las mañanas, drogadictos y vendedores de diarios y revistas, como “El Guacha”, también bolero, a quien le cortaron la lengua por soplón en Las Islas Marías por lo que se comunica a chasquidos babeantes y empequeñeciendo o agrandando los ojos según sea el caso. En la Hermosa Hortensia una pareja de enamorados beben los del estribo, según juran entre ellos como hicieron desde la madrugada mientras embarran en los labios la viscosidad del pulque y sus promesas de amor.

Jesús, “El Cazcarrias”, es uno de símbolo del barrio. Diestro en el guitarrón, es un tanque de guerra de más de 50 años. De cabeza cuadrada y corte de pelo de soldado, acostumbra pasear un palillo entre los labios como si protagonizara la película El bueno, el malo y el feo. Se recarga en la esqui“na del Callejón de los locos, justo abajo de los billares “Victoria”. Incómodo, aprisiona su nariz lo suficiente para exhalar. Embarra de mocos la pared y con el paliacate limpia sus manos. Está encabronado porque no llegó a dormir “La Gata”, Silvia, un pedacito rubio y delgado de mujer que hace año y medio apareció en la plaza donde zozobró varias horas en alcohol hasta terminar ovillada a besos a lado suyo en un cuartito de azotea. Varios niños juegan futbol. Son el portero Miguel Marín o el delantero Ricardo Brandón en la callejuela a la que llaman Rinconada. Las ollas de los locales de comida lanzan los primeros hervores. Hay caldo en las fondas. Y otro chiquillo, bolero y chiclero a quien llaman “Mugres”, caracolea en la hilera de personas del Banamex ubicado en la esquina de República de Honduras. Por ahí pasa el trolebús y huele a café tostado de las moliendas que persisten en las tiendas de abarrotes.

Entre esos recovecos repica la campana del camión de la basura.

Y siempre tendré tus besos, no importa que estés tan lejos

Este jueves 22 de noviembre de 1973, como todos los años desde hace exactamente 50, en Plaza Garibaldi se honra la muerte de Santa Cecilia, mártir católica a quien veneran músicos y ciegos debido a las atropelladas historias que comprende el cristianismo. Pero es labor fútil adentrarse en explicaciones. Hoy es día propicio para la fiesta: la oportunidad para quienes viven de mercar -en este sitio el comercio de comida y chácharas tiene una tradición iniciada desde antes de la Colonia-, buscan reivindicar su hervor nacionalista al ritmo de la música y, simultáneamente, afianzarse como soldados de Dios. Pero acaso sobre todo, animados por esa liturgia que los mexicanos llamamos desmadre, buscan cumplir la autoprofecía de sufrir por amor:

— Estoy planchando mi camisa que me pienso seriamente emborrachar.

En el centro de la plaza se afinan las primeras notas. Balbuceos de música norteña, jarocha y tapatía. Entrecruce de trompetas pedorras, guitarras cancinas y arpas traviesas, sazonadas con el requinto dedicado a “la traición tan conocida que nos deja un gran amor”, “Yo sé bien que estoy afuera…”, “toques, toques…”, “Gardenias…”, “¿Y ahora cuál le toco? Tócame ésta. No me alburee patrón”.

Mariachi en la Plaza Garibaldi 1964. Tomada de Pinterest.

No era un día cualquiera: José Alfredo Jiménez Sandoval se encuentra grave -José Alfredo sin apellido porque es parte del barrio-. Esta vez Rosendo no hablaría con Chucho Liu del próximo partido entre América y Jalisco ni apostaría los dos pesos de cada fin de semana. Ni siquiera pediría lo de siempre para almorzar. Sin preguntarle, Chucho puso en la mesa la botella de Coca-Cola fría y, mientras preparaba huevos en salsa verde y frijoles refritos, habló de la mala salud del cantante. Chucho es un chino de 23 años, delgado y pálido como espagueti al dente, igualito al flaco Stan Laurel. Aprendió español con las composiciones del artista y sus primeros pasos de enamorado los dio aprendiendo poemas de Amado Nervo y Manuel Acuña. Chucho Liu no lo podía creer: hace tres meses vio a José Alfredo en El Tenampa durante una juerga memorable junto a Chavela Vargas. (“Aquí enflente, Losendo”, dice varias veces).

Rosendo toca el guitarrón aquí, todas las noches desde hace 40 años. Llegó pasados los 19 procedente del pueblo serrano de Concepción de Buenos Aires, Jalisco, donde nació en 1914. Aparte de los achaques de la edad, problemas gástricos y hemorroides, tiene buena salud. Es bajito, mide poco más de un metro y sesenta y cinco centímetros; tiene el cabello escaso y negro que le bordea la frente como pico de cuervo. Desde joven usa lentes. Lleva la mitad de su vida con la barba de chivo. Tiene las piernas tan delgadas como patas de arpa y la cintura en forma de trompo; si fuera dibujo de cómic sería idéntico al líder sindical de Los Supermachos. Es un hombre taciturno y apacible, interpreta tranquilo la última partitura de su vida. Le conmueve la gravedad de José Alfredo no sólo porque participó en varias parrandas en el Tenampa y en el mero centro de la plaza tocando para él y Lucha Villa. Le conmueve porque aún es joven, tiene 47 años, y podría seguir recreando las penas del amor que aquí en Garibaldi muchos vienen a llorar.

Rosendo ha visto más de lo que hubiera creído. La inauguración del Palacio de Bellas Artes en 1934, recién llegado del pueblo. No olvida el Convento de San Francisco erigido donde fuera la casa de los animales de Moctezuma II, demolido en 1946 para dar paso a la torre que lleva el nombre de la poderosa compañía de seguros, la Latinoamericana. Y tampoco olvida el domingo 15 de julio de 1951 cuando, al desbordarse varios ríos de aguas negras por una la lluvia interminable que recordó a la de tres siglos atrás, el Distrito Federal casi se ahoga. Por supuesto, también carga en la espalda el terremoto de 1957 y la caída del Ángel de la Independencia. Recuerda la masacre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, en 1968 y, recientemente, a los Halcones que, en 1971, volvieron a mostrar la furia del gobierno contra los estudiantes. Por ello, Rosendo desprecia el discurso dizque progresista de Luis Echeverría y gustoso se suma a los chistes sobre las escasas entendederas del presidente y los vestidos de tepehuana de su esposa María Esther, por lo que le decían “esthercitas” a las meseras de Sanborns. El año pasado no mordió el anzuelo propagandístico de la visita a México de Salvador Allende, el presidente de Chile, ni cayó en el garlito cuando, desde hace poco más de un mes, el gobierno comenzó a recibir decenas de exiliados chilenos debido al golpe de Estado de Augusto Pinochet. Rosendo tenía clara la distancia entre su preparación y la de Carlos Fuentes pero con la misma convicción aseguraba que el escritor era lameculos del gobierno. Dejó la escuela en el tercer año de Primaria para elaborar huaraches y preparar quesos en su pueblo y desde entonces es autodidacta. Enviudó hace 14 años al morir Mercedes, víctima de cáncer. No cree en el voto, tampoco en el Partido Comunista de México, ni ve con buenos ojos a la guerrilla y menos a la Liga 23 de septiembre que hace poco más de dos meses causó la muerte de Eugenio Garza Sada al pretenderlo secuestrar, por lo que sus integrantes se liaron a balazos con guaruras del empresario regiomontano. Rosendo detesta la violencia con excepción del box y con cierta regularidad asiste a la Plaza de Toros y la Arena México, escucha en la radio o mira en la televisión las epopeyas de los colosos del ring.

Al viejo Rosendo le gusta enterarse de todo. Vive de la música en Plaza Garibaldi y sabe de memoria docenas de boleros y rancheras. Sobre todo rancheras y boleros rancheros, desde Pepe Guisar hasta Juan Gabriel y Federico Méndez. Le gusta el futbol y el box. Le apasiona Muhammad Ali aunque, con excepción de él y Joe Frazier, los peso completo carecen de la técnica y la agilidad de divisiones inferiores como la que sí tienen, en peso pluma, Ultiminio Ramos y su verdugo del año pasado, Vicente Saldivar. En pesos gallo y pluma, Rubén Olivares “El Púas”, quien perdió el cetro mundial también el año pasado con Rafael Herrera. Rosendo sigue desde hace cuatro años a un jovencito de Tepito, Carlos Zárate, está seguro de que destacará entre los gallos igual que Alfonso Zamora, oriundo de Tlatelolco y medalla de plata en los Juegos Olímpicos del año pasado en Múnich, Alemania. Al peso mosca Miguel Canto y Roberto “Mano de Piedra” Durán los considera prospectos para ser campeones del mundo dentro de poco.

De los viejos tiempos Rosendo recuerda al “Nevero de La Lagunilla”, Rodolfo Casanova, conocido como “El Chango”, durante los 30, cuando existía el mercado donde ahora está el deportivo Guelatao. Rememora las peleas del super pluma José “Toluco” López, junto con “El Chango”, uno de los más grandes ídolos del país y quien, a finales de los 50, mareado por el éxito, el alcohol y la juerga, perdió ante “El Huitlacoche” José Medel, lo que fue una auténtica tragedia nacional. Rosendo también vibró con otro de los grandes ídolos del box, Raúl “El Ratón” Macías, más aún cuando el 9 de marzo de 1955, conquistó el título mundial gallo y casi lloró cuando, dos años más tarde, el ratoncito fue derrotado a pesar del cariño del público, los consejos del manager y la bendición de la virgencita de Guadalupe. Pero Luis Villanueva Páramo, primero “Kid Chino” y más tarde “Kid Azteca”, fue el boxeador mexicano que más lo atrajo por su técnica depurada y su punch, su gancho izquierdo al hígado era impresionante. A los 19 años era el mejor welter junior. Imagínense ustedes, sólo “El Chango” Casanova le ganó cuando estaba en la cima. “Kid Azteca” se retiró a los 49 años y, desde entonces, juega dominó y carambola en los billares Victoria, vive en la calle de Honduras, a diferencia de “El Chango” Casanova, el mejor gallo en la historia, quien vagabundea en Plaza Garibaldi lanzando golpes al aire, recordando sus ayeres y empapándose en alcohol.

Raúl Macías en 1952

Rosendo ha vivido ese larga época donde el nacionalismo cimbra los corazones del pueblo y los convierte en soldados frente al extraño enemigo, “porque en el cielo tu eterno destino por el dedo de Dios se escribió”. Es nuestra identidad. La denominación de origen que desprecia  la vida y la muerte. Como escribiera Manuel Esperón: yo soy mexicano “valiente y bragado”, que dice bravatas y las sostiene. La era que enaltece al sombrero echado de lado. Adora a quien no se raja, “palabra de macho que no hay otra tierra más linda y más brava que la tierra mía”. Y como el pueblo –y la palabra “pueblo” representa lo que sea, incluido el suspiro por la vida rural– necesita imágenes para inspirarse, surgen los ídolos que sintetizan todo esto y más. Por eso el boxeador mexicano antes de ser campeón debe ser muy macho, empedernido enamorado y amante de la juerga, el hombre que puede escalar cualquier pico de montaña sino se le atraviesan el alcohol y las mujeres que obstaculizan sus proezas. Esto ocurre en todos lados, también en el cine: Pedro Infante y Jorge Negrete encumbran la figura del charro. Y el símbolo del charro los encumbra a ellos, en particular a Pedrito quien, antes de enfundarse el traje cantaba vestido de smoking. Era conocido en Sinaloa y algunos bares de la Ciudad de México como el “El Waikikí” pero luego, entre el cine y las interpretaciones musicales que apelaron al nacionalismo, la hombría, el barrio y la virgencita, detonó como el máximo ídolo de la historia. La explosión detonó en las salas de cine con “Los tres García” donde canta el Ave María y “El mujeriego” y Sara García celebra que Víctor Manuel Mendoza al fin vistiera como hombre al usar traje de charro. Pero además debe recordarse que el rol del actor y cantante en el maratón Guadalupano fue decisivo para ampliar el atrio de la Basílica de Guadalupe. En 1952, ya en la cima, la cinta Dos tipos de cuidado, estrenada en el cine Mariscala de la Ciudad de México, en San Juan de Letrán, abarrota todas las funciones. La mayor parte de la música es de Manuel Esperón, por cierto, el mismo que participó en “Allá en el rancho grande”, “Ay Jalisco no te rajes” y “Los tres García”. Además, ese mismo año, Jorge Negrete grabó “Paloma querida”, una de los ocho canciones que cantó de José Alfredo Jiménez que fueron tan pocas porque murió un año más tarde, en 1953, víctima de la cirrosis que ahora le aqueja a José Alfredo.

En esta era, compositor y cantante son mancuerna del nacionalismo y el guión lo patrocina el pueblo como contexto, evocación y pretexto.

A José Alfredo también le gusta el box. Al campeón mundial Vicente Saldivar lo conoció en la caravana que él organizó para reunir recursos que instalaran la luz en una colonia de Dolores Hidalgo, en enero de 1966. Participaron “Los Polivoces”, Amalia Mendoza “La Tariacuri”, Lucha Villa, su paisana Enriqueta Jimenez Chabolla “La Prieta Linda”, Marco Antonio Muñiz y una constelación de estrellas más que jamás se habían reunido. Admira a “El Púas” Olivares, quien la pasa más en las cantinas que en el gimnasio, y por ello le dedicó “Con la muerte entre los puños” –aunque originalmente la compuso para José Becerra–. También apreció la destreza de “El Chango” Casanova, guanajuatense como él, con quien le unen dos aspectos importantes: primero el gusto por el tequila, José Alfredo dice que sólo le falta un grado más para ser agua bendita y, segundo, que en sus primeros trabajos, antes de ser famoso como compositor y cantante, fue extra en la película Campeón sin corona, en 1946, que se inspiró en el hijo de La Lagunilla. Por cierto, aunque parezca increíble Rosendo no ha visto juntos en Plaza Garibaldi a “Kid Azteca” y José Alfredo, a pesar de que el campeón vive en el barrio y el compositor se pone hasta las manitas ahí muy seguido, además de que los dos son ases para el billar y el dominó, y en los Victoria se juega a buen nivel. Tan bueno era José Alfredo con la carambola de tres bandas que le ha dado clases a maestros de la talla de Adalberto Martínez “Resortes” y Carlos Lico, otro amante de Plaza Garibaldi quien, como todos saben, creó “La boa”, interpretada por La Sonora Santanera.

De algo sí tiene certeza Rosendo, el pueblo siempre apoya a los símbolos de su mexicandad y está de lado del valiente, mujeriego y desmadroso, más aún si, aunque bien portado, pone su vida en manos de la virgencita de Guadalupe. Está de su lado aunque pierdan porque en ellos está el orgullo de la patria y porque el sufrimiento es ventura del pueblo. Así, no extraña ver a los boxeadores subir al ring con sarape y sombrero de charro, como no extraña que los charros se líen a golpes nada más porque no les gustó cómo los vieron o porque para ser muy macho hay que lanzar trancazos y resistir los que reciben. El pueblo agradece con fervor religioso a “El Toluco” López –aunque no saliera de los burdeles o precisamente por eso, porque no salía de ahí–, el desmadre con “El Púas” Olivares, el desgarriate junto a “El Chango” Casanova y, claro, el padre nuestro para la Guadalupe a lado del “Ratoncito”. Por eso pone un altar a Pedro Infante –no al que no bebe y hace ejercicio sino al símbolo del cine, el mil amores y el desdichado de “La vida no vale nada”–, reconoce al cantor de México lindo, Jorge Negrete, y clama de amor por José Alfredo quien, como cualquiera de nosotros, enjuga lágrimas o goza alegrías con cuba, whisky o tequila… En este mismo instante Rodolfo siente tanta pena por “El Toluco” López como por José Alfredo y le da ternura “El Jamaicón” Villegas, férreo defensor de la selección mexicana que no soporta estar lejos del país durante sus giras. Por cierto, igual que millones de compatriotas, él está seguro de que los nuestros ganarán la clasificación al Mundial de Alemania, cuantimás con Rafael “El Wama” Puente en la portería y Enrique Borja en la delantera.

Quiero ver a qué sabe tu olvido

La última aparición pública de José Alfredo fue en Acapulco, Guerrero, durante el programa de televisión Siempre en Domingo, le comenta Chucho a Rosendo mientras sirve el platillo y silba “El Rey”. “Pelo salió pala esa plesentación polque ya estaba intelnado en la clínica Londes, en la colonia Loma”, agrega. Doña Aurelia, su mamá, está sentada al fondo a lado de la cocina. Fuma Viceroy y saca el humo por la nariz mientras busca en el dial noticias frescas. No habla español. Desde hace más de veinte años decidió no hacerlo porque prefiere hablar chino y seguir las costumbres de su pueblo en la vida privada. Pero entre Radio Mundo, Radio Joya y Radio Variedades sólo se oyen canciones suyas y de sus intérpretes, entre ellos –se ufana el locutor de Radio Centro– Miguel Aceves Mejía, “El rey del falsete”, uno de los principales críticos e impulsores de José Alfredo. Frente a Rosendo están dos jovencitos ajenos a la tragedia, ella toma café con leche y él come trocitos de ojo de Pancha. A su lado hay varios discos, se alcanza a ver a Jimi Hendrix y Three Souls in my mind. Cuchichean con la cabeza gacha como afinando travesuras, tienen la risa contenida en el rostro para que nadie descubra su plan. Son delgados, de cabellos largos y claros con la piel inmarcesible, él usa pantalones vaqueros y ella vestido corto. Por su ropa impregnada de pachuli podríamos decir que pertenecen al planeta de Avándaro, el rock y la psicodelia, no al mundo del desengaño, las pistolas y las borracheras, lo que hizo desvariar a Rosendo imaginando un futuro en el que Alex Lora cantara a José Alfredo*. Viéndolo bien, la escena es curiosa: hay tres Méxicos distintos en un café de chinos de bajo presupuesto, entre la minifalda morada de la muchacha, el cinturón de pita de Rosendo y el mal español de un inmigrante chino que tiene el corazón desguazado.

museojosealfredojimenez.com.m

La radio anuncia la cinta El Exorcista, refrescos Jarritos, La feria del Hogar y el espectáculo de Pujitos y César Costa, cuadernos Stilo, el Circo Unión con Renato el Rey de los payasos y, con gran antelación, el Premio Mayor de la Lotería Nacional que este 24 de diciembre será de 60 millones de pesos. El corte informativo de las once y media reitera: el compositor de 47 años se debate entre la vida y la muerte mientras buena parte del país lo canta con las voces de Javier Solís (“Amanecí en tus brazos”), Lucha Villa (“Si nos dejan”), Pedro Infante (“Tu y las nubes”) y Lola Beltrán (“La media vuelta”). Los medios de comunicación no tienen novedades pero la avidez del público los convierte en un disco rayado: repiten dónde nació, hablan de la botica “San Vicente” que instaló su padre Agustín Jiménez Tristán, en la esquina de su casa, la segunda calle de Mina, y comentan que don Agustín fue el primero en llevar la pianola a Dolores, entre otras trivias. Hablan de sus hermanos Concepción, Víctor e Ignacio –éste último recién fallecido– su afición por el futbol y su periódico favorito, el Esto. Fue buen portero, le decían “El Cuervo”. Jugó en el Oviedo y en el Marte de la primera división, donde alternó con quien ahora es su compadre, Antonio “La Tota” Carbajal, el “Cinco copas”, recién destituido como entrenador de León aunque se rumorea que regresará para dirigir al Unión de Curtidores. En la prensa abundan evocaciones de la infancia del Feyo, como le dicen sus más allegados.

Es la historia de un niño de once años que, debido al fallecimiento de su padre, abandonó su casa ubicada en Avenida Guanajuato #13, en Dolores, Hidalgo, para vivir en la Ciudad de México. La casa amplia llena de árboles frondosos de estatura mediana, el patio donde jugaba y cantaba a Cri-Cri deformando sus canciones –Francisco Gabilondo Soler le gusta desde entonces– y su escuela enorme que está mero frente. El canto de los pájaros y en general los olores y los sonidos del rancho. El grito de Independencia del cura Hidalgo en la parroquia de nuestra señora de Dolores. Los helados y nieves de garrafa. El cambio fue brutal: llegó a la colonia Santa María la Ribera y luego dejó la escuela por la quiebra de la tienda de abarrotes de su madre, doña Carmen Sandoval Rocha. Feyo terminó la primaria hasta los 18 años en la nocturna número 42 porque debió trabajar en el cambaceo de zapatos y como mesero hasta combinar esto último con el canto en el trío, así le llamaban aunque estaba compuesto por cuatro, “José Alfredo y los Rebeldes”. Como camarero en el restaurante de comida yucateca La Sirena, situado también en Santa María la Ribera, conoció a don Andrés Huesca, arpista y cantante que encumbró “La Bamba” y musicalizó la película Los tres caballeros. Huesca fue el primero en grabarle una canción, la inolvidable “Yo”, que en febrero de 1950 llamó la atención del pueblo sobre quien sería uno de los mejores compositores mexicanos:

Yo, yo que tanto lloré por tus besos

Yo, yo que siempre te ame sin medida

Hoy, solo puedo brindarte desprecios

Yo, yo que tanto te quise en la vida.

El primer sueldo de Rosendo como mariachi fue de 1.50 en 1934. El primer sueldo  de José Alfredo con Los rebeldes lo recibió en 1947, cuando tenía 21 años. Fue de 7.50. Rosendo no pasó de perico perro, como a él le gusta decir, mientras cerca de los 24 años el “Güero de la Sirena” le advirtió a Mariano Rivera Conde, el director de la RCA Víctor, que no sabía tocar el piano ni la guitarra porque componía sus canciones cantando y chiflando, se lo demostró y al señor Rivera le gustó, tanto, que lo contrató como compositor exclusivo y le pidió a Miguel Aceves Mejía dejar de hacerse pendejo y grabar ”Ella”, “Cuatro caminos”, “A buscar la muerte” y  “El Jinete”. Que después el “Rey del falsete” se presentara casi como mentor de Feyo ya es otra historia. Entre Rosendo y José Alfredo había otro entrecruce curioso pero al mariachi no le gustaba decirlo, prefería recordar las temporadas en el Teatro Blanquita, inaugurado apenas hace trece años, donde lo ha escuchado junto a Toña “La Negra”, María Victoria, Chabela Vargas, Carlos Monroy y los títeres “Neto” y “Titino”, David Reynoso entre una lista interminable que también comprende a Los Terricolas y Los freddys: “Quién me la robó, no sabría decirlo, si antes de ser yo tuvo mil amigos…”. Entre todos ellos, a Rosendo lo atrapó Lucha Villa, quien más canciones de José Alfredo ha grabado, cerca de 100, entre las casi 300 que compuso, incluso ella fue su musa para crear “Oí tu voz”, “Viva Chihuahua”  y “El cielo de Chihuahua”. Oír a Lucha Villa cantar “La media vuelta” es un privilegio de dioses, solía decir Rosendo.

Con Lucha Villa en el teatro Million Dollar de Los Angeles California, EUA. Museo José Alfredo Jiménez.

Extrañamente a la costumbre de la prensa, los medios se meten poco con su vida privada y cuando lo hacen muestran prudencia al referirse al alcoholismo o sus parejas Paloma Gálvez (Julia en realidad), Mary Medel y Alicia Juárez, “La musa de México”, la cantante con quien el compositor se casó en 1970, cuando ella tenía 18 años y él 44. José Alfredo le compuso “Es muy niña”. Pero la radio también difunde equivocaciones imperdonables: le atribuye a José Alfredo “No volveré”, en agravio de Ernesto Cortázar y Manuel Esperón, autores también de “Traigo un amor”, aparte alguien también le otorga “Cien años” que en realidad compusieron Rubén Fuentes y Alberto Cervantes. Se entiende, en estas situaciones abundan expertos y, en Garibaldi, son los mismos que hace varios meses dieron clases de uppercut a Muhammad Ali al caer derrotado sorpresivamente por Ken Norton.

En eso piensa Rosendo al despedirse de Chucho y Aurelia. Irá a los baños Coliseo de la calle Montero antes de fumar un Carmencita en la fuente de la misma plaza y anotar la ironía de la proximidad de la muerte de José Alfredo justo en el día del músico. En el camino se pregunta si “El hijo del pueblo” es emisario del desengaño, la violencia y el alcohol; también piensa en los especialistas de sus composiciones que ahora florecen, “en diciembre serán astrónomos con el cometa Kohoutek”, susurra divertido como el joven de Avándaro mientras repasa la punta de la lengua en el papel del tabaco y enciende un cerillo. Está seguro de que no es “El compositor del alcohol” por lo que coincide con la aclaración que, insistente, hace Lucha Villa a los periodistas: es como si dijéramos que “Agustin Lara fue el compositor de la prostitutas”. Ni es el compositor del pesimismo, balbucea Rosendo, como rumorean muchos parroquianos de las cantinas del rumbo. En opinión de Rosendo, José Alfredo es todo eso y más.

Poco después de la una de la tarde el sol cae a plomo. Desde la fuente, Rosendo cree ver un hormiguero gigante al mirar decenas de chiquillos que han salido de las escuelas Luis Murillo y Jaime Nunó. Varios compran congeladas y raspados, otros en el piso pegan timbres del Ahorro Nacional y juegan futbol o al Peteka, ese pequeño y redondo colchonchito similar a un florero ensartado por plumas de colores que vuela impulsado por las palmas de las manos. Los bien portados se forman en la fila de la tortillería de Honduras, ayudan a la madre con la bolsa del mandado que anuncia al PRI o la Conasupo, en locales de comida pican cebolla, barren, lavan la carne o acomodan refrescos en las tiendas de Don Nacho o Don Ángel, quienes compiten entre sí con una ferocidad parecida a las declaraciones de un mujerón de casi 40 años llamada Irma Serrano, “La Tigresa” y ama del Fru Frú, contra Gustavo Díaz Ordaz.

La Plaza Garibaldi tiene diferentes sonidos según el horario, y también diferentes personajes. En estos momentos salen notas de trompeta o guitarra de quienes se alistan a la jornada de la noche, se expanden los chiflidos del afilador, el choque de cascos de la lechería Chipilo en la ladera derecha de la plaza rumbo a Gabriel Leyva que muchos confunden con San Juan de Letrán y, como he dicho, los griteríos infantiles en todos lados. Por ahí se miran meseros rumbo a las cantinas próximas y aledañas, allá en Bolivar, El Gallo de oro y La Mascota, acá las cantinas El barco de plata y El San Luis, situadas al costado del local de jericallas y chongos zamoranos y la fila de piqueras. En aquella ladera arrastran los pies cuatro princesas de una mala novela esperanzadas en clientes tempraneros, un niño inhala thinner con los ojos desorbitados y piojos en la frente, varios vagos desperdigados duermen y, como siempre, deambulan sin rumbo las almas olvidadas por Dionisio. Por ahí anda una señora gorda vestida con trozos de tela sucios y zapatos de llanta de automóvil rodeada de perros, le llaman “La Jitomata”, por lo regular camina por las calles de Regina y Tepito, y es el terror de los niños por sus mejillas redondas y rojas, las pestañas postizas, y sus ojos pintados con la tonalidad verde del sépalo.

La vida continúa aunque José Alfredo tenga el hígado hecho pedazos de tantas borracheras y casi todos le recen a Santa Cecilia.

Al filo de las cuatro de la tarde ya casi todo está listo para la noche, en el mercado de San Camilito: cochinita y pollos a la pibil, masa para las tortillas, tamales de sesos, birria, pozole, carne asada, pancita, arroz puchero, frijoles de la olla y chilayo. Tacos de tripa, cabeza, suadero, bistec, chorizo y cecina. Sopes, quesadillas y enchiladas además de chiles rellenos, tortas de papa, arroz, frijoles de la olla y comida corrida. Hay cerveza de hierro, agua de jamaica, horchata, limón, sandía, naranja, mango, tepache y refrescos: Coca-Cola, Pepsi, Jarritos, Sangria Señorial, Trébol, Chaparritas y Pascual; también hay cervezas y pegues de todas las intensidades pero esos se venden “en la calle doce esquina chivatito” no vaya a ser la chota, por cortesía de “El General”. Abundan los postres: manzanas acarameladas, jericallas, flanes, gelatinas, arroz con leche, duraznos en almíbar, chongos zamoranos, merengues y paletas.

De pronto, el pandero del gitano anuncia a la Osa Martina, como en el siglo pasado hicieron los merolicos para presentar pócimas milagrosos o exhibir animales fantásticos. Los curiosos comienzan a acercarse. La voz adocenada y gangosa del gitano le causa lástima a Rosendo, quien da la última fumada, tira al suelo la bacha, anda algunos pasos para entrar a los baños Coliseo y entra al vapor. Está decidido a no ver una vez más el espectáculo que ha recorrido el mundo entero ahora a la disposición de todos ustedes, damas y caballeros, niñas y niños, gracias a este domador de fieras, un hombre de mediana estatura, barba y bigotes crecidos al libre albedrío y pantalones a la cadera con la valenciana adherida al piso, zapatos más grandes que sus pies sin calcetines y una camisa sucia de color incierto.

Al gitano le escuecen los ojos del cansancio. Su rostro hace muecas grotescas al intentar sonreír, como gestos de anciano chimuelo que contraen una y otra vez la comisura de los labios: “Due, due, due…”, gruñe con la lengua hinchada que le desborda la boca mientras la osa flaca llena de lagañas, casi ciega, obedece por instinto. Suspende las patas delanteras en el aire como si cavara un hoyo para escaparse por ahí y mueve las otras con más firmeza que el gitano. Incluso parece que la osa dirige el número. Martina resuella, entrechocan las sonajas del pandero, el público aplaude divertido. Lanza monedas de 10 y 20 centavos. Es el ritmo de la desdicha impresa en el rostro del gitano que rezuma sudores como si fuera llanto.

El dinero no es la vida…

México es cuna de grandes compositores. Hace poquito más de tres años murió, víctima de un derrame cerebral aunque en realidad podría decirse que de viejo, Ángel Agustín María Carlos Fausto Mariano Alfonso del Sagrado Corazón de Jesús Lara y Aguirre del Pino. O sea Agustín Lara, el más grande compositor de todos los tiempos, según el consenso unánime en el que se forjó Rosendo en Garibaldi pero al que nunca se acogió. No deben compararse géneros distintos, señala para sí, pues el artista veracruzano incursionó fundamentalmente en los boleros y José Alfredo creó sobre todo música ranchera. Tampoco deben compararse épocas ni atmósferas. Lara describió la urbe en las penas de amor, los besos de ocasión y trazó a la mujer como la sangre del alma a quien debe adorarse en un altar o reclamarle, aventurera, que venda caro su amor. José Alfredo declamó desde la vida rural: “Las ciudades destruyen las costumbres” y se halló en las usanzas de la provincia, a caballo –al que casi nunca montó, por cierto– entre el tequila y la mujer que traiciona hasta por el hecho mismo de ignorar el ruego de amor –como hizo Marcela al rechazar a Grisóstomo, en el Quijote de la Mancha–. La fórmula ha sido exitosa. De ahí surgieron canciones como “Ella”: un familiar lejano, Cristina Fernández Rocha, eligió casarse con otro porque, según José Alfredo, le faltó el valor de amarlo a él, y así bastantes otras más por el estilo. El rancho predominó, cierto, aunque varias veces fuera apariencia. “El caballo blanco” no es un esforzado y noble cuaco sino el coche del compositor, su amigo Chrysler Imperial 1957, que le respondió en un arduo periplo.

Agustín Lara y José Alfredo simbolizan mundos distintos aunque a veces los anime el mismo amor despechado. Entre medio millar de canciones del poeta, las ramificaciones remiten al romance, la adoración de las mujeres y redobles festivos, entre otros, los de varias ciudades de España, incluso “Granada” es un emblema en la región también gracias a los arreglos de Pedro Vargas. Entre todo ello resalta el amor en penumbras retratado por él desde el rincón de los cabarets donde tocaba el piano. José Alfredo retrata a la provincia, en los últimos años a contracorriente con la urbanización impetuosa que trastoca costumbres y creencias; es un icono del nacionalismo del sombrero a las espuelas y el tequila –-acá cerca, en República del Ecuador le elaboran sus trajes–. Sí, pero no sólo eso, fue artífice del lustre que en los 50 tendría Miguel Hidalgo y Costilla; le compuso a la morenita, a quien le cumplió una manda por salvar a Paloma, su hija de “una gripa mal cuidada” (“Deja que tu alma me escuche mientras habla el corazón”), y se retrató con el “mexicanísimo” club de futbol Guadalajara (en 1969 promovió también la inauguración del Estadio Azteca, donde Brasil e Italia jugaron la final del mundial de futbol hace tres años). Esencialmente son los mismos elementos que volvieron ídolos a José “El Toluco” López, “El Ratón Macías” y otros por el estilo.

Tres gigantes de la canción: Tomás Méndez, Agustín Lara y José Alfredo Jiménez. Museo José Alfredo Jiménez.

Quizá por la falta de competencia hubo amistad y reconocimiento recíproco entre ambos creadores, es tan sabida la anécdota de la pistola calibre 45 que le regaló el jarocho a “El Gato”, así le decía Agustín Lara a José Alfredo por sus ojos azules, como conocido el gusto del primero por la mariguana y el otro por el trago. No tuvieron gran preparación musical. Aunque de oídas Lara tocó el piano mientras José Alfredo no tocó instrumentos, su obra es de gran calidad melódica y lírica. Uno compuso más de 500 canciones y otro alrededor de 300. Aunque debe decirse que los dos dependieron de sus arreglistas, incluso el Feyo no se explica sin Rubén Fuentes.

Para Rosendo no es fácil hablar de Luis Alcaraz. Su preparación como músico es indudable –fue pianista, arreglista y director de orquesta– pero no compuso gran parte de las canciones que lo transportaron a la fama. En las cantinas de Plaza Garibaldi se sabe que “Quinto Patio” y “Sombra verde” no las compuso él sino Mario Molina Montes, el alvaradeño “Poeta de los ojos verdes” e incluso “Bonita” no se entiende sin José Antonio Zorrilla. Luis Alcaraz las pagó igual que, vaya ironía, “El dinero no es la vida aunque a veces lo parezca. Cierto que tiene un gran poder y el mundo entero está a sus pies…”, escrita también por Molina Montes aunque en los créditos aparezca junto con Alcaraz. No es sencillo para Rosendo decir eso porque los fanáticos de Luis Alcaraz no lo admiten y porque a la mayoría de las personas les interesa el pañuelo y no quién lo confeccionó.

Gonzalo Curiel está en otra dimensión. Fue un maestro de la música, generó bandas sonoras para varias películas y, aunque también trabajó con varios letristas como Molina Montes, sus canciones más reconocidas fueron su obra y “Vereda Tropical” es el mejor caso, un referente inolvidable con Toña “La Negra”. Curiel no tuvo la misma resonancia que otros compositores pero él y Alcaraz crearon su atmósfera musical en el piano, el violín y la guitarra e incluso trascendieron a la orquesta.

Con los asegunes que sea, los arreglos de Luis Alcaraz y su propio magnetismo como artista explotaron el amor romántico junto con el chantaje tan en boga en la época relacionado con el dinero como fuente principalísima para la seducción de la mujer, “Por vivir en quinto patio, desprecias, mis besos”, y la hermosura como peldaño que la sitúa por arriba del enamorado, “Bonita haz pedazos tu espejo/Para ver si así dejo de sufrir tu altivez”. El mensaje es claro y digerible: el amor honrado no tiene dinero y la mujer bella debe ser humilde, por eso también asoma Alberto Aguilera, un jovencito de 23 años que se autonombra Juan Gabriel (“No tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo es amor para dar/Si así tu me quieres te puedo querer, pero si no puedes ni modo quehacer”). Juan Gabriel representa la modernidad de estos años 70 con las baladas como esa que tiene a Roberto Jordan en el hit parade: “No se ha dado cuenta”. Incluso en diciembre del año pasado, dentro de los homenajes que en vida le han hecho a Feyo, estuvo Juan Gabriel en Dolores, Hidalgo junto con Armando Manzanero y otros artistas además del compositor de “El Rey”.

Pero a Rosendo no le convence el estilo amanerado de Juan Gabriel aunque le augura éxito como compositor si lo graban cantantes consagrados. El origen rural y su vida diaria con quienes migraron a la Ciudad de México suscitan la simpatía de Rosendo con el arquetipo del charro –por eso eligió ser mariachi, una suerte de usurpador de su imagen–. Ah, también le gusta el danzón aunque desde Ernesto Uruchurtu la vida nocturna ha venido a menos (si acaso, le agradece al “Regente de Hierro” la construcción del mercado de La Lagunilla). Sin embargo, hay dos o tres sitios de rompe y rasga a los que llega a ir. El Capri del Hotel Regis es para famosos y ricos. El Burlesque le parece vulgar. Por eso acude al Salón Bombay en la calle de Ecuador, y sobre todo a la colonia Obrera porque ahí baila a la Sonora Santanera, bautizada así por Palillo Martínez, y escucha a Agustin Lara en honor de las cabareteras y, en general, manflas y hurgamanderas de quienes, al menos por una noche, podría enamorarse y hasta sentir el desengaño por diez pesitos. Ahí, en su vida, es donde Rosendo diferencia a Alcaraz y Curiel del “Flaco de oro” e incluso algunas veces al propio José Alfredo porque lo puede ver y escuchar en televisión o “El Blanquita”, como hizo en la temporada pasada, pero jamás podría asistir al “Camichín” del hotel Camino Real que también es para ricos, aunque se presentara ahí el guanajuatense.

Alcaraz y Curiel fueron creativos musicales mientras Lara fue artista de la letra, la escritura y la poesía, Lara retrata y magnifica el sórdido cabaret para desplegar el amor entre las criaturas de la noche. Es el relato de los sentimientos a los que también tienen derecho quien vende el cuerpo y quien lo compra porque en este caso el dinero no es obstáculo sino remedio para fundir los corazones, la pérfida tiene principios, oh sí, primero está el dinero: “Y aquel, que de tú boca, la miel quiera/Que pague con brillantes tú pecado”. Aunque Lara no sólo es exponente de las añagazas de las damas concupiscentes y su alcance rebasa esas lindes, podemos decir que el compositor es el Toulouse Lautrec que en los cobijos del perfume barato encontró comprensión a su vida y alguna que otra tragedia como la herida en el rostro de Lara que se imprimió para siempre. Pero como pasa que los viejos interpretan diario la misma partitura como si la estuvieran descubriendo o diciendo por primera vez, los amigos de Rosendo que eran pocos ya sabían que pronto hablaría de otros trovadores y conocidos del barrio como Federico Méndez; también animado por las cubas libres, volvería a decir que Juventino Rosas vivió en el Callejón de la Amargura y cantaría a Guty Cárdenas, “a quien le faltó vida para ser el mejor” hasta acabar la velada exigiendo los ruegos de Alvaro Carrillo y lanzando besos al aire a Mercedes:

Si la ves

Cancionero, dile claro en tu canción

Que en mis ojos amanece su ilusión

Como una nueva primavera

Cada día

No le digas

Que me viste muy triste y muy cansado

No le digas

Que sin ella me siento destrozado

Llegó borracho el borracho

En las cantinas y mesas de billar, el juego de cartas y las fichas de dominó, la polémica inicia con Armando Manzanero. En El San Luis se enciende la mecha:

“Somos novios” es piloncillo con miel y trocitos de buñuelos espolvoreados de azúcar, alega Lupillo Elizondo, mesero y novio de Martha Gutiérrez, la del culo de ensueño. “Qué diferencia con ‘Amanecí otra vez, entre tus brazos’”, canta mientras Chucho Liu lanza la mula de seis y anima la bronca: “Algo le habla visto José Alfledo que es su amigo y gabló junto a él valias canciones”. Cierto, la idea fue de Ruben Fuentes, lo atestiguan “Contigo aprendí” y “Mía”. “Todos nos apendejamos, hasta ‘El Feyo’”, arguye “La Becerra”, el capataz del mejor local de birria del barrio: “Pero también le grabó a Lara, Consuelo Velázquez y Gonzalo Curiel”. En todo caso -añadió “La Becerra”- ahí está Gerardo Reyes o Cornelio Reyna e irrumpieron de inmediato los chiflidos y mentadas de madre. Rosendo entra al quite, ahorca la mula de cuatro de Lupillo hablando de la poca preparación musical de José Alfredo quien, de todos modos, refleja los sentimientos del pueblo. La ficha suena en la mesa como si diera entrada a una canción, “aunque tiene huapangos, sones y bandas, el principal mérito es de los arreglistas”, dice. “Y claro también los intérpretes”, añade “El Cazcarrias”, “José Alfredo tuvo a Pedro Infante y Jorge Negrete, y ahora a Lucha Villa y su comadre Lola Beltrán”. Como sucede con las pláticas accidentadas transcurrió el tiempo con diferentes evocaciones, entre ellas a Juan Zaizar y Juan Gabriel, a quien hace unas semanas elogió José Alfredo por “Se me olvidó otra vez”. Pero en algo coinciden todos: en la grandeza de Alvaro Carrillo, muerto igual que Luis Alcaraz en un accidente de tráfico; hasta el propio José Alfredo admiró su lustre y compitió con él dando resultado “Eso merece un trago” del oaxaqueño y “Si nos dejan”, que no necesita mayor precisión. La tertulia siguió como la composición de Chava Flores del mismo nombre hasta que cada quien encaminó al trabajo mientras suena “Fallaste corazón” de Cuco Sánchez.

Como buena Mexicana/Sufriré el dolor tranquila

A José Alfredo se le canta en la cantina, como ayer pasó en el Tlaquepaque y el Guadalajara de noche o El Santa Cecilia para festejar a la santa patrona del músico o como podría pasar en La Mascota o La Vaquita donde trabajó de mesero don Mario Moreno “Cantinflas”, de por allá en Isabel La Católica y la hilera de cantinas de esa dirección. Son pequeños pedazos de rancho para lustrar afrentas, llorar recuerdos u olvidar desengaños de tanto repetir el nombre  de la ingrata, mujer interesada y casquivana que no supo valorarnos:

Y cuando al fin comprendas

Que el amor bonito

Lo tenias conmigo

Vas a extrañar mis besos

En los propios brazos

Del que esté contigo

El jueves en la madrugada, Garibaldi muestra que el bolero ranchero también se canta en las cantinas. “El Cazcarrias” rasga las cuerdas al ritmo de “La Vikina”, no forma parte del festejo pues hasta donde alcanza la mirada busca a “La Gata” en macetones, esquinas y baldosas. En el señorío de Rubén Fuentes, hace lo propio pulsando la guitarra imaginaría Don Pancho Elizondo, hermano de Lupillo y mesero del San Luis, mientras atiende clientes y prueba a hurtadillas traguitos de tequila. “Sabes una cosa/No encuentro las palabras, ni verso, rima o prosa/Quizá, con una rosa te lo pueda decir”. En el centro de la plaza corretea su hijo Eduardo a quien apodan “Cachorro”, tiene cerca de ocho años. Es un güerito de esos que abundan en los Altos de Jalisco. Junto con otros niños serpentea entre juegos pirotécnicos y capotea al torito alumbrado por luces y tronidos (su sonrisa es de colores verde, amarillo y azul). Trabaja cuidando y lavando carros o de merolico para caer noqueado por el chihuahueño “Mantecas Nopales”, nombrado así en honor al campeón welter de la CMB y la AMB, José Ángel “Mantequilla” Nápoles, quien en unas semanas peleará con el temible Carlos Monzón.

Las familias andan bien abrigadas. El silbido del globero es apenas perceptible en el fragor del festejo. Un niño rezonga porque no le compran el perrito montado en corcholatas. Una vendedora lleva diademas del Chapulín Colorado y “El Chipote chillón” y también carga un vaso por si alguien gusta cooperar. En la esquina de Gabriel Leyva, justo donde estuvo el gran Teatro Follies Bergere, demolido el año pasado, está el puesto de revistas atrasadas comandado por don José Magaña Cárdenas, uno de los más respetados del barrio por su honradez y capacidad de trabajo –Tiene Paquitos, Jajaja!, Familia Burrón y Memín Pinguín y varias pilas enormes de otros títulos. Junto a sus talegas de impresos están los juegos mecánicos y al lado el local de tacos donde llama la atención el sonido de una lancha de aluminio impulsada por alcohol y un pedazo de vela. Los mariachis corretean automóviles para convencer de que es mejor su serenata. Más adentro de la plaza hay chicleros y boleros. Los raterillos se hallan al acecho del mínimo descuido. En la orilla del Tenampa se apaga el fuego de dos parroquianos encendidos porque uno vio al otro muy sácale punta y ahora se abrazan diciéndose hermano uno a otro. Es divertido ver cómo la gente transforma su cara y se persigna frente a la Santa Cecilia y luego, casi de inmediato, sus muecas abrazan al desmadre. Vendedores de ron y tequila en botellas de dudoso marbete semejan diablillos que cuchichean al oído. Los regentea esa leyenda del barrio a quien apodan “El general”. El padre Teodoro, quien recién ofició la misa respectiva, parece artista de cine, saluda a los fieles junto a dos acólitos, guardianes de la Iglesia de la Inmaculada Concepción -“La Conchita”-. Pero esta vez las confesiones no serán en la Iglesia ni con el padre Teodoro sino en la plaza y a todo pulmón, para dirimir al amor en aquella dicotomía que lo maldice y, al mismo tiempo, lo enaltece. Andan también por ahí varias suripantas desperdigadas, huelen a perfume barato, con la falda al ras de los calzones: intentan convencer a quien sea de que hoy podrían conocer al amor de su vida o al menos llorar acompañado por la traición de la otra.

La oscuridad del cielo realza con la luminosidad de un manojo de estrellas, es el lienzo negro donde de pronto estallan cohetes y luces de colores bailarinas del “Son de la Negra” y luego “El jarabe tapatío”. A la orilla de la avenida de cara a la colonia Guerrero, Rosendo rasga las cuerdas inseguro pues aún no sabe bien una canción que cada vez les piden más, “Volver, volver” que entona un tapatío a quien nombran Vicente Fernandez y en esos momentos se entera por los clientes del estreno de la película Uno y medio contra el mundo, donde el charro de Huentitán alterna con Ofelia Medina, canta “Paloma errante” y sufre a la ciudad homofóbica. En la Rinconada estallan cohetes. Entre el humo se divisa la silueta de “La Gata”. Parece  una muñeca de trapo, tiene los cabellos revueltos y sus ojos verdes extraviados por el efecto del Resistol 5000. Atrás de la fuente una cendolilla de quince o dieciséis años rodea al novio y consuela discretamente con la mano a su desesperado quijote. Varios niños piden dinero a los turistas, en la entrada del salón Plaza Santa Cecilia, propiedad del cantante Fernando Fernández, en el Callejón de la Amargura, y en la orilla otros tantos juegan canicas y al bote pateado. En el zaguán de la vecindad 11 ocurren discretos malabarismos: son las piernas de María suspendidas en el aire, levantadas por su novio Salvador.

“Quisiera abrir lentamente mis venas”, amaga a punto del llanto otra de las almas heridas por el desprecio frente a la entrada de San Camilito. Más adentro frente a los multifamiliares que lo bordean se escucha el querreque de la alegría jarocha además de algunos norteños, las voces bravías de Jalisco y la invitación a comer de “La Becerra”: “birria, pozole, carne asada, pase”. Es la explosión de la patria, representada sobre todo por la tierra tapatía, la devoción religiosa y los devaneos del hombre para poder descifrar a la mujer. En todas las canciones él es damnificado y ella dulzura o villana dependiendo de su aceptación o rechazo.

“¡Que viva México y la Santa Cecilia jijos del maíz!”. Él, mujeriego, parrandero y jugador. Un buen gallo como Juan Charrasqueado. Ella sólo es muchachona o malévola si hace lo mismo aunque siempre podrá purificarse si rechaza al encanto de la opulencia y cede a la humildad (porque el amor para ser bueno ha de ser pobre). Pero hay quienes se rebelan. Lucha Reyes es el icono estrafalario del canto vernácula, cierto, pero obtiene el rechazo de la sociedad puritana, maldiciente e ignorante. “Ninguna mujer puede cantar y beber así a menos de que se sienta hombre” es, palabras más o menos, la sentencia despiadada, indiferente a las penas de la tapatía que se arrancó la vida con pastillas y tequila: “Borrachita de tequila/Llevo siempre el alma mía/Para ver si se mejora/De esta cruel melancolía”. Su heredera Matilde Sánchez “La Torcacita”, también tapatía, casi está en la desmemoria de los 40 porque ninguna mujer, insisto, puede ni debe ser borracha ni dejarse a la perdición. Sucede lo mismo con Las hermanas Padilla de aquella época, aunque narren “la historia negra de un maldito amor” e interpreten no a la mujer sino al hombre que, loco por los celos y, por tanto, inocente, mató a la mujer porque lo dejó: “las leyes de la tierra dictaron su sentencia/me dieron sin clemencia veinte años de prisión”. Referirse a Manolita Arriola o Rosa de Castilla es tema de expertos y viejos. Rosendo recuerda a Manolita en los 40 pues chilló varias veces con “Hay que saber perder” y a Rosa Castilla la ubica desde finales de los 50 con su gran energía pero siempre como comparsa en el cine, cantando “Pajarillo” o “El aguijón”.

Amalia Mendoza, “La Tariácuri”, Lucha Villa y Lola Beltrán paulatinamente derriban prejuicios. Visten de charras, reclaman el olvido de las promesas de amor y el engaño, tienen razones para despreciarlos y a pesar de todo quieren su felicidad, “que en vez de infierno encuentren gloria” y se juegan la vida –como buenas mexicanas–, por la necedad de quererlos. Lucha Villa, “La grandota de Camargo”, incita a ir a donde nadie nos juzgue ni diga que hacemos mal, en tanto Lola Beltrán canta “Qué triste agonía, tener que olvidarte/Queriéndote así/Qué suerte la mía, después de una pena/Volver a sufrir”. Las tres veneran a José Alfredo y aunque emplean el lenguaje del macho hay cierto donaire de liberación al menos en dos sentidos, beben como el que más (o así lo actúan en las canciones) y suplen el tarareo agresivo con el canto sensual y ronco de la hembra. Parece un homenaje involuntario a Lucha Reyes y a las mujeres que, vaya ironía, con la imagen del rancho representan la modernidad que se construye en la urbe para atenuar la inequidad. Si alguien lo sabe es Salvador Novo quien le regala unas letras a Lola Beltrán para que ella las cante.

Guillermina Jiménez Chabolla, “Flor Silvestre”, también es paradigma, al principio en el cine y luego en radio, palenques y teatros. Aunque no logra el alcance de las tres grandes señoras, su estilo sentimental prende el alma también gracias a las composiciones de Guty Cárdenas y Cornelio Reyna quien, aunque en estos días sea la insignia del barrio, no le convence a Rosendo su voz aguda y sus composiciones cursis e impostadas. Le enoja la asociación de que todo lo del barrio es naco por definición. Flor Silvestre, repito, ha acompañado a otros charros connotados, aunque están varios peldaños abajo de Pedro Infante, Jorge Negrete y Javier Solís: Antonio Aguilar, su esposo, Luis Aguilar, “El gallo giro”, y Antonio Badú quien enfiló más su canto hacía los boleros con tan poco éxito que ahora hace comerciales para la televisión. Entre ellos, Luis Aguilar ha sido más reconocido por su participación en el cine, en particular por las películas que hizo con Pedro Infante. Es extraño, la gente lo admira más como actor que como cantante: abarrota palenques y ferias donde se presenta pero compra pocos discos. En esta escala de gustos, Rosendo opina que Cornelio Reyna y Gerardo Reyes son apenas monaguillos de los padres cantores del ranchero y quizá ni eso. A ver hasta dónde llegarán Vicente Fernandez y Juan Gabriel.

Fotograma de Dos tipos de cuidado. Con Jorge Negrete y Pedro Infante.

“Flor Silvestre” demuestra que no sólo los hombres pueden llorar la ausencia del amor y que no hace falta vestirse de “ranchero”, o no siempre, para cantar mariachi. Su hermana menor María Teresa Enriqueta Jiménez Chabolla, “La Prieta Linda”, sigue por esa ruta apoyada por su paisano José Alfredo y un tremendo soporte popular. En Plaza Garibaldi sabemos que “La Prieta Linda” encontró su vocación a finales de los 40 cuando a los 13 años le gustaba pasear por acá y, un día, por una canción que le dejaron cantar le pagaron dos pesos. En el barrio dicen que el sobrenombre de “La Prieta Linda” se lo puso Antonio Espino “Clavillazo”. Quién sabe. Pero su energía y capacidad interpretativa la llevaron un año después a presentarse en el teatro Mariscala junto al Mariachi Vargas de Tecalitlán y, desde entonces a la fecha, “La Queta Jiménez” es parte de la constelación ranchera y de casi todos los carteles organizados por “El Feyo”.

Otro emblema sobresaliente de estos primeros años 70 es Chavela Vargas, quien conduce al paroxismo el sentido nacional: “Los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana”. Nació en Costa Rica, llegó a México a los 17 años de edad y ahora a los 55, apoyada por José Alfredo, es un emblema de la música ranchera y algo más. Ella hace posible la serenata a la mujer dedicada por otra mujer. En ese oráculo descansó su amistad con José Alfredo y porque, mientras Lucha Reyes necesitó el alcohol para carraspear el tono y consolar la ausencia de la madre, Chavela y José Alfredo acudieron a él como sustituto de la sangre en sus venas para transportar al corazón, así le dieron gallo a Lucha Villa e Irma Serrano, aunque Lucha no les abrió las puertas de su casa –apenas se había vuelto a casar– y La Tigresa, allá en el Pedregal, sí les dio el almuerzo y cervezas para la cruda. Luego les dijo que su amor completo era del “Tribilín” Gustavo Díaz Ordaz a quien, además, convenía no hacerlo enojar, no sólo recordando el 68 sino porque hacía cuatro años mandó secuestrar a Eduardo del Río “Rius” por una caricatura que hizo de él.

A pesar de las artistas mencionadas, el sentimiento mayoritario es que la música ranchera es cosa de machos que hablan de hembras o de mujeres que actúan y tararean como machos. Porque en plena modernidad de 1973 aún prevalece el dicho: “La olla y la mujer, reposadas han de ser”.

“Que se me acabe la vida frente a una copa de vino”

La Plaza Garibaldi tienen hijos pródigos y visitantes predilectos, en distintos órdenes de la vida. En particular, es el epicentro de la música en la Ciudad de México desde 1922, cuando adoptó su nombre en honor al nieto de Giuseppe Garibaldi, José “Peppino” Garibaldi, quien combatió a lado de Francisco I. Madero. Es el epicentro de la música mexicana, repito, desde la periferia hasta el corazón de la plaza. Imposible no referirse al teatro-salón Margo donde a finales de los 40, entre otras artistas, María Victoria escandalizó a las almas sin mácula por su vestido entallado y su inmoral quejido (“Cuidadito, cuidadito, cuidatito, porque yo sufro del corazón”, acompañada de la orquesta de Luis Arcaraz era fantástica). Como sabemos, la presión social y la disposición de Uruchurtu para cancelar esas expresiones hicieron que el Margo desapareciera aunque, por fortuna, en 1960 los mismos propietarios del salón crearon El Blanquita que, con 13 años de operar, conquistó al público. Quien haya “Sanjuaneado” y no conozca El Blanquita desconoce el principal templo del pueblo hoy en día, Rosendo no ha dejado de asistir al recinto ubicado en San Juan de Letrán y Mina durante las temporadas de José Alfredo como hizo junto a Mercedes mientras duró el Follies para oír a Agustin Lara, Toña “La Negra” y, entre otros más, Eulalio González “Piporro”, “El rey del taconazo”, como le dice Jesús “Palillo” Martínez, en su faceta norteña porque también canta música de mariachi.

Este es el pedazo de rancho de Rosendo desde que dejó Concepción de Buenos Aires y eso es lo que ha visto y escuchado. Alejado del arquetipo moldeado para los turistas y más cerca del folckor y la idiosincracia popular. Más próximo al Tenampa de los 30 y 40 que al Tenampa actual donde reverberan sonrisas y trenzas falsas, colores encendidos y charros disfrazados de Emiliano Zapata. Rosendo está más ligado al barrio y sus aprovisionamientos culturales: el sonsonete del habla y su jerigonza, la transa, el autodesafío de ratificar lo chingón que se es midiéndose con el otro a madrazos, el baile o palabras albureras y el asiduo esfuerzo por deslindarse del mismo barrio –”Qué naco es ese güey” o “No te juntes con esa chusma”– y, simultáneamente, sentir orgullo de pertenecer a él. Es el apodo que se recibe como trofeo de guerra y avergüenza al paso del tiempo, sobre todo si el del barrio ahora es “licenciado”. La solidaridad no es privativa de sectores sociales pero aquí adquiere un cariz conmovedor: el respaldo a la mujer golpeada o navajeada por el macho que de la canción pasa a los hechos, como le sucede a Toña con José Luis, un policía de tránsito que así descarga sus celos. Es el préstamo de una feria o el ofrecimiento de chamba ocasional para quien perdió el trabajo y la coperacha para comprar despensa a la familia caída en desgracia. Bautizos, quince años y bodas para cercar la calle, la vecindad o el multifamiliar y jurarse entre ellos amor eterno. La convocatoria de la banda contra quienes, montoneros, dejaron como santo cristo a Charly que nada les hacía tocando el bajo y cantándole a su novia. La tanda como metáfora del dinero que va y viene aunque, acaso sobre todo, como ejercicio colectivo donde todos saben lo jodidos que están y se tienden la mano. Ah, y el trago de tequila o ron, porque podrá hacer falta lo que sea en la vida menos el chupirul -todo tiene límites– y hasta los drogadictos comparten la mona y comida hallada en los terrenos baldíos y si tienen suerte hasta algunos alipuses. Garibaldi o el barrio de La Lagunilla llena el hueco de quienes, ancestralmente, han sido desplazados, relegados y, en no pocas ocasiones, confinados a labores del mercado y la música. Quienes han vivido privados de todo, o de casi todo, el hueco que llena el sentido del barrio es el sentido de pertenencia, la identidad que los diferencia de los demás porque si el corazón pobre es el único que da el amor bonito, la vecindad y la calle son el paraíso de los sentimientos puros. El barrio es aguerrido, festivo, acomplejado, pobre, honrado, cabrón, riesgoso, mal hablado, traicionero, orgulloso, alburero, solidario, irreverente, vulgar y violento. Como la vida misma. Nada más que, como sucede en la vida misma, aquí el desplante es intenso y colectivo. Rosendo sabe todo eso y más, si algo distingue a La Lagunilla, Tepito y la Colonia Guerrero de los demás rumbos es su cursilería. Si es que cuando decimos cursi aludimos a la impostura de refinamiento, lo estrafalario como sinónimo de elegante y la miel como sustituto de las maneras sutiles. Por eso José Alfredo es parte de su historia.

Poco a poco se vacían aquellas capillas del olvido que llamamos cantinas. Cerca de las tres y media de la mañana del viernes 23 de noviembre, “El Cachorro” deposita en su espalda la exangüe humanidad de su papá, Francisco Elizondo, quien tartajea sílabas de arrepentimiento a Doña Concha, su esposa, una guapa mujer, altota, de los Altos de Jalisco, costurera formidable y poseedora de uno de los mejores gritos con mariachi que se han escuchado en estos lares. “El Cazcarrias” anda desconsolado en la azotea del edificio donde vive, no sabe que “La Gata” está tirada en cierta orilla de Plaza Montero, llena de miados y abandonada de sí misma por inhalar disolventes. “El Guacha” todavía tiene la esperanza de vender los Alarma!, Kalimán, Águila solitaria y Memín pinguín que le restan. Vocea las revistas con chasquidos de baba pastosa, balidos cortos de cordero sin eco entre sombras grises y cuerpos desguanzados.

A lado de Plaza Santa Cecilia está el terreno baldío que dejó la demolición de una vecindad enorme. Ahí, un grupo de jovencitos desastrados, entre ellos “El Mugres”, comen deshechos y juegan como micos aventándose cacharros junto al “Sultán”, un perro corriente y viejo. En la vecindad 11 varios niños cuentan sus ganancias por cuidar y lavar autos, hacer mandados o ser patiños de merolicos, y unos más duermen, vuelan cubriendo la portería como José Luis Durán, “El Pis”, porque es el auténtico “Pajarito Cortés” o en la vecindad 6 de Honduras donde sueña Raúl Cabañas “Rul” corriendo como “La Cobra” Juan José Muñante, goleador y arma letal de los subcampeones Toros del Atlético Español. Entre aquellos recovecos los quejidos de amor de Martha Gutiérrez son el escándalo de los vecinos. Pero eso es lo que menos le importa a Rosendo que entra a su departamento y reposa al recargar el guitarrón en la pared. Ahora está alumbrado por una lamparita montada en un buró, ya sin camisa y se desprende de las botas sentado en la orilla de la cama. Piensa como siempre en Mercedes y entonces le viene a la mente, como llegan las remembranzas traicioneras, ese otro punto de interjección que tiene con José Alfredo y no le gusta recordar: “Rosendo” es el nombre de un personaje que el artista interpretaba en Televisa, a finales de 1968, cuando cayó desmayado en los estudios y, luego de los exámenes respectivos, supo que padecía cirrosis hepática. Rosendo ignoraba que en esos momentos en la clínica Londres de la ciudad de México, José Alfredo entraba en agonía. Así se fue quedando dormido mientras su cigarro se transformaba en ceniza. Afuera se oyen abruptos y endebles lamentos de almas del purgatorio callejero, cuerdas destempladas y zumbidos de trompetas.

“Que se me acabe la vida frente a una copa de vino”, dice la canción de José Alfredo que hoy resuena como una profecía autocumplida. Ha muerto el hijo del pueblo, escucha Rosendo en la radio que lo despierta con la noticia cerca de las diez de la mañana. Aún con los ojos de la noche se reincorpora en la cama y se alista porque sabe que la plaza será el epicentro de la despedida. Es otro motivo para seguir el desmadre, el pretexto informativo para aumentar el rating y el sentimiento genuino del dolor colectivo. Poco después de las doce del día un diario de esos que se imprimen para dar cuenta de trifulcas, heridos y asesinatos, vocea la muerte del artista. El periódico se vende como pan caliente. Junto a las fotos del cantante registra la causa: hepatitis y cirrosis hepática, también expande los escalofriantes últimos instantes del artista que Rosendo no quiso leer. También evadió los chismes transmitidos en la radio y la prensa del mediodía sobre supuestos pleitos entre la primera familia del artista, la segunda esposa y Alicia Juárez, su última mujer. Estaba acostumbrado a esas formas del amarillismo y el sensacionalismo, incluso desde hace tiempo sentía pena por José Alfredo dado su papel de vocinglero de Televisa como promotor de la inauguración del Estadio Azteca, el Coloso de Santa Úrsula o presentador de artistas. Por cierto, en su última presentación en “Siempre en Domingo” se dijo que José Alfredo se hallaba recuperado pero no es así, él salió de la clínica para esa actuación cuando debió quedarse ahí.

A las dos de la tarde hay menos gente en la plaza de la que Rosendo esperaba, pero eso sí, algo más que la habitual. Todos sabían que José Alfredo estaba siendo velado en Gayosso y pronto el cortejo saldría hasta su pueblo para enterrarlo ahí como era su deseo expresado en vida. “El Tallo” recargado en un poste de luz burlándose de los niños que juegan canicas y poniéndoles apodos mientras su padre sale al trabajo. “El Güacha” promoviendo sus revistas y “El Mugres” boleando zapatos. Martha se enfunda en el pantalón blanco que luce aún más sus nalgas portentosas y Lupillo fuma un cigarro a su salud. En la calle de Honduras ya huele a café y las mudanzas depositan o llevan muebles del mercado de varios. Charly anda a San Juan de Letrán con la guitarra en la espalda tarareando a Joe Cocker. “La Gata” llena de besos mustios la cara de “El Cazcarrias” en su cuarto de azotea mientras dos niños que son como el alma del carajo, Andrés Magaña, “El Tanque”, y Ramiro –hijos de José Magaña, el vendedor de revistas atrasadas– ofrecen a las doñas sus servicios de mandados. Las putas lavan sus calzones con cloro, los meseros limpian pisos y lavan vasos y Francisco Elizondo se cura la cruda comiendo pancita.

Es decir, la vida transcurre aún cuando las coplas del compositor han terminado.

“Las ciudades destruyen las costumbres”, lamentó José Alfredo Jiménez Sandoval durante la época de la urbanización mexicana más intensa de la historia. Como si el monstruo citadino engullera la ingenuidad nacida en el campo, en medio de flores y olor a abono, relinchos y ordeñas. Él no se lo planteó así, naturalmente. Fue compositor, no sociólogo, apenas terminó la primaria, reflejo del orden rural y su concepción de la vida, que es a lo que el pueblo llama sencillez. Sus coplas, para decirlo pronto, bullían en las expectativas y los sentimientos de amplios sectores sociales que se identificaron: la maldita suerte que determina mi destino, la traición del amor sincero y la parranda como sinónimo de perdición y exorcismo de la mujer casquivana. José Alfredo es la dicotomía entre opulencia y sencillez, “el dinero maldito que nada vale” y la pobreza como signo de felicidad. Enfundado en sus trajes de charro bordados en oro y plata, el hijo del pueblo conmovió:

“Yo lo que quiero es que vuelva/que vuelva conmigo la que se fue”.

José Alfredo es el gozne entre el campo y la ciudad (el corrido del caballo blanco en realidad alude a un auto). Parte de la cultura y el folclor de migrantes pueblerinos que llegaron a la plancha de concreto abatidos por la pobreza. Por eso es sinónimo de arrepentimiento y añoranza. Una forma de resignación: los pobres no tienen dinero y son felices mientras los ricos son infelices porque los infecta el endemoniado dinero. Así manan otras derivaciones en la letra del compositor: el pobre es bohemio y la rica una reina. Él llora vencido por la tristeza, el tequila y los mariachis. “Ella quiso quedarse cuando vio su tristeza pero ya estaba escrito que aquella noche perdiera su amor”. No es verdad que aquella canción la hubiera dedicado José Alfredo a María Felix, como presumió la diva. Pero eso es lo de menos. Lo importante es la representación. La derrota digna. Los sentimientos prevalecientes aunque la cursilería llegue a ser tan o más intensa que el mismísimo amor. Incluso, los sentimientos de la víctima –el pobre engañado, traicionado– son tan bonitos que le desea a la malvada y frívola lo mejor del mundo, que se acaben sus penas/que conozca personas más buenas. Ay, cuánta bondad tienen las almas del paraíso descrito por el cantante.

Hace 16 años murió Pedro Infante, recuerda Rosendo y, poco antes, Jorge Negrete. Ahora José Alfredo. Ya sólo falta que le pase lo mismo a Javier Solís. Los ídolos se están acabando y quién sabe si serán sustituidos. Lo mismo sucede en el boxeo o en el futbol con las Chivas rayadas del Guadalajara. Quizá la ciudad terminará por imponer sus costumbres y la mujer dejará de ser motivo de ambición y desprecio, así como el madrazo dejará de ser sinónimo de hombría. Nada de eso parece posible, no por ahora si como México no hay dos, lo hecho en México está bien hecho y un equipo deportivo es mejor que los demás porque está integrado por puros mexicanos. De algo sí está seguro Rosendo: el pueblo lloró más a Pedro Infante, lo hizo hasta el paroxismo y la incredulidad (“Pedro Infante no ha muerto”), como reclamando la injusticia de un accidente de avión, en el caso de Pedrito, y aceptando el destino de la juerga y la mala suerte de una enfermedad mortal, en el caso de José Alfredo. No hay que olvidarlo: Pedro Infante es quien más cantó a José Alfredo, fueron 44 composiciones y varias de ellas escritas expresamente para él. Entonces la diferencia podría estar en el cine y las cualidades histriónicas del sinaloense, además en la simpatía y su manera de conectarse con el pueblo. Feyo es la cantina y el continuo sufrimiento en buena parte de sus casi 300 composiciones y, en otra parte, una parvada de almibaradas palabras que los nostálgicos podrían considera como románticas y testimonio de que tiempos pasados siempre son mejores. Es, digamos, el fervoroso cómplice de quien halla gusto al sufrimiento por el fin de un gran amor, el amor fingido y el que nos marcó con la traición porque quién no llega a la cantina, exigiendo su tequila y pidiendo su canción.

Archivo: El Universal

La estancia de José Alfredo en Gayosso es breve. Los partes informativos recogen el parecer de Mario Molina Montes quien, visiblemente consternado, se refiere al compositor como uno de los más grandes de la historia. Chavela Vargas se encuentra desecha. Una de sus amigas entrañables, Lucha Villa, milita en la causa de que no se le encasille como el compositor del alcohol. Alicia Juárez evade preguntas relacionadas con el supuesto maltrato de José Alfredo que habría sufrido en su matrimonio. Ahí está la sonrisa resignada de María Victoria ante las cámaras, bellísima: reitera el legado del charro con quien participó en varias temporadas, sobre todo en El Blanquita. Los canales de televisión 4 y 2 se enlazan hasta Venezuela, Colombia, España y EE.UU. donde se presentó el compositor, y recogen declaraciones de Irma Serrano, Armando Manzanero, Carlos Lico y Juan Gabriel. Las cápsulas de la radio se completan con letras interpretadas por él mismo, sobre todo “El Rey”, “Gracias” y “Caminos de Guanajuato”, y de otros como Pedro Infante, Javier Solís y su comadre Lola Beltrán. La carroza pronto saldrá a Dolores, Hidalgo.

Garibaldi es una romería. No concentra el tumulto que muchos habríamos esperado pero hay algo de música, al filo de las seis de la tarde. Hace frío. Aún hay muchos heridos de la juerga de ayer pero poco a poco se impone esa suerte de catarsis social a la que llamamos desmadre. “Sólo de borracho a borracho nos entendemos”, ha dicho Chavela Vargas. Tiene razón. Y si José Alfredo decía que borracho hablaba con Dios, más de un tequila se echaron varios a su salud esperando que él los recomiende en el cielo. Sus amigos del Tenampa e incluso los vagos a quienes cobijó en la calle de Mina al salir del Blanquita. Pero sobre todo centenas de miles de gargantas anónimas que se identificaron con él, en palenques, teatros y salones de hoteles. En la radio y, muy recientemente, la televisión. Las semblanzas de su vida se multiplican aquí y allá.

Quién sabe cuál será la trascendencia de José Alfredo, se dice Rosendo apunto de caer la noche mientras afina el guitarrón porque El Mariachi Amargura del que forma parte está por discutirse con la primera canción. Están los mismos gestos de siempre en rostros que nunca más volverá a ver en su vida. Los mismos lamentos y juramentos de quienes sienten que su amor es el centro del universo. Que nunca nadie ha cantado tan bonito ni tan sentido. Por ahora, la vida transcurre sin “El Rey” pero con sus canciones. Rosendo comienza a tararear “Yo sé bien que estoy afuera pero el día en que yo me muera”, para afinar, mientras se dice que esta vez no olvidará apostar dos pesos con Chucho Liu a que los Cremas del América le ganaran a los Gallos de Jalisco. “Sólo es cosa de que el chino no amanezca muy crudo de tanto llorar a José Alfredo”.

En la pulquería La Hermosa Hortencia hay una virgen de Guadalupe encima de los vitroleros de curados. A sus pies está una fotografía de José Alfredo rodeado de veladoras y enfrente tres grupos de mariachis acompañan a una pareja que canta con harto sentimiento. Una botella de Bobadilla 103 está en el piso junto con vasos y refrescos. Arriba en la azotea, “La Gata” y “El Cazcarrias” sienten como si fuera una serenata para ellos. Son los únicos que faltan en la plaza. Entrelazados en aquel cuarto se lanzan juramentos de amor mientras escuchan: “Deja que salga la Luna…”.


Referencias:

Tragicomedia mexicana 2. La vida en México de 1970 a 1982. José Agustin. Editorial Planeta. 1992.

Páginas sobre la Ciudad de México. 1469-1987. Emmanuel Carballo y José Luis Martínez. 1988

Cuando vivi contigo. Alicia Juárez. La viuda de José Alfredo por fin habla. En colaboración con Gabriela Torres Cuerva y Gina Tovar. Grijalbo. 2017

Mis vivencias con José Alfredo Jiménez. Anécdotas desconocidas y una canción inédita. José Azanza Jiménez. 2008.

Pero sigo siendo el rey. Un encuentro con mi padre. José Alfredo Jiménez Jr. Booket. 2017.

 

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