Este texto fue publicado el 4 de julio de 2017
Siento nostalgia por Playboy y por el jazz, por eso a menudo oyendo a Charlie Parker miro a Betty Page en las hojas amarillentas de mi revista, y en el entrecruce de ambas dimensiones temporales, acudo a mis tiempos de miradas furtivas y las manos inquietas amparadas en la oscuridad.
Esa añoranza por Playboy es de varios años atrás, no me sucede ahora que se anuncia que Playboy dejará de mostrar desnundos integrales debido, según sus más altos directivos, a la desaforada presencia de la pornografía en Internet, como si la revista fundada por Hefner en 1953 fuera pornográfica y como si esta no hubiera competido –y ganado– con otras grandes, por ejemplo Penthouse. Lo cierto es que eso le ha destrozado el negocio y no hay argumento que le compita a eso.
Mi nostalgia viene de antes, repito: en los últimos ocho o diez años constaté que son muy inferiores las ediciones de Playboy de estos días a cualquier número que ustedes quieran del Playboy estadounidense de los sesentas y los setentas o las revistas mexicanas que explotaron la franquicia: “él” o “Caballero”, “Yo” y “Su otro yo”. Sin coartada de ninguna índole en primerísimo lugar hablo de las opulentas ninfas de antaño cuyas exuberantes turgencias prefiero a los modelos de hogaño; ah, Marilyn Monroe, Betty Page y luego Kim Bassinger y tantas otras bellezas que dieron consuelo a mi apetito adolescente, además de las diosas mexicanas Isela Vega o Rebeca Silva y tantas otras.
En estos años –y con pocas excepciones como cuando desnudó a Marge Simpson- sin duda Playboy era una caricatura de sí misma y creo que por ello –y por la ola expansiva de lo políticamente correcto– sucedio buena parte del declive, y en algo más: si en el viejo Playboy pudimos leer entrevistas memorables a Martin Luther King, Salvador Dalí y John Lennon entre otras grandes entrevistas, en el nuevo Playboy difícilmente podríamos asistir a más de dos palabras coordinadas, proferidas, digamos, por Justine Bieber. Creo que los editores le dieron la espalda a su público más sólido y espolearon sus ánimos a caballo con este nuevo gran público fascinado sobre todo por la imagen, y que encuentra en Internet contenidos en donde la elegancia del erotismo es cosa de ancianos –lo peor es que tal vez tengan razón, y así lo establezco porque me impulsa la nostalgia, nunca las proclamas morales y menos contra la pornografia regulada–.
Ahora sobrevive el logotipo igual que como lo hacemos nosotros: como icono del tiempo que fuimos y como imagen yerta del tiempo presente. Como sea, creo que millones de nosotros vivimos el torrente imaginario donde las conejtias recibían, complacidas, la alfalfita que les dimos. Por eso siempre tendrán mi gratitud.