Este articulo fue publicado originalmente el 17 de noviembre de 2015, lo abrimos de manera temporal para su consulta
Francisco María Arouet, Voltaire, es muy probablemente el primer intelectual moderno en la historia de la humanidad, y lo es, creo, por su militancia en favor de la razón contra el dogma y el fanatismo.
Desde hace alrededor de 300 años, cada que el hombre enarbola la libertad de pensamiento, en particular frente a la opresión religiosa de cualquier tipo, resurge el poeta de entre los pensadores del siglo de las luces para machacar: “allá que cada cual viva para su fe, mas la ley del Estado todos deben honrarla”.
No es Voltaire sino Rousseau el diseñador del contrato social que deposita la soberanía en el pueblo, ya se sabe, porque el primero, en efecto, no era un demócrata sino un crítico que, con el escapelo de la sorna y la ironía, exhibió a los señores feudales y al crístianismo en su anemia intelectual y moral. Como señala uno de sus biógrafos, David, F. Strauss, nadie como Voltaire había llevado hasta entonces el registro puntual de las matanzas perpetradas en el nombre del cristianismo durante los 15 siglos de su dominación. Esto, sobre la base de que cualquier dogma religioso eslabona por cadenas de falsedades y fraudes piadosos (lo cual es importante porque hay quienes confunden la batalla de Voltaire contra el fanatismo como si fuera una vulgar cruzada anticristiana).
Me parece que Francisco María Arouet es un emblema de la modernidad por la importancia que le dio a la ciencia; así promovió las conclusiones gravitacionales de su admirado Newton -de quien supo en su juventud durante su larga estancia en Londres- y fue un gran impulsor de la vacuna contra la viruela. A lo primero se oponían los sabios franceses de su época, a lo segundo, muchos de ellos también, la iglesia católica y enormes franjas del feudalismo su país natal. Voltaire entendió como pocos que la razón y la ciencia son elementos clave de la civilización. Como pocos también avistó el riesgo de los creyentes enardecidos: “Quien dice: o piensas como yo o Dios te castigará, no tarda en decir: o piensas como yo o te estrangulo”:
Voltaire señalaba asiduamente que “la tierra es un vasto teatro donde la misma tragedia se representa bajo nombres diferentes”, y el creador de “Edipo” y “Zaira” supo bien lo que decía pues él mismo se asignó un rol en la tarima y lo cumplió a cabalidad (como cuando actuó sus propias obras de teatro): “Me gusta apasionadamente decir verdades que otros no se atreven a decir y efectuar”: y esas sus verdades no las profería con personalidad morigerada, igual al decir que “los prejuicios son la razón de los tontos” que para señalar que “todo mortal debe al placer su existencia” además de su burla sistemática de las creencias divinas: “la teología me divierte porque la locura del espíritu humano se muestra allí en toda su plenitud”.
En varias ocasiones he anotado que Voltaire no es el autor de la frase sobre defender con la vida el derecho para que el otro diga lo que considere aunque uno no coincida, no la transcribo pues ya muchos la saben, incluso aunque nunca hubieran leído al autor de Cándido (o tal vez por eso mismo, porque nunca lo han leído). Me refiero a esa frase solo para subrayar que, en opinión de Voltaire –que es la de este escribidor– hay ideas y/o creencias que no son respetables, como no lo son aquellas que pretendan justificar que el hombre sojuzgue a otro o cualquiera de las que tratan de hallar explicación a las atrocidades humanas. Más todavía, creo que hay conviciones que no debieran tener derecho a ser difundidas, como divulgar el fascismo, por ejemplo.
Jamás pudo decir Voltaire aquella frase, porque en el centro de su obra política se encuentra el planteamiento de que debemos ser intolerantes con quienes ostentan el blasón de la intolerancia, porque el fanatismo al buscar suprimir a la razón, es enemigo de la diversidad, y de quienes piensan más allá de la fe (sea ésta atea o religiosa): “la duda”, acuña Voltaire, “no es un estado demasiado agradable, pero la certeza es ridícula”. Aquel estado es inherente al hombre, además, como un imperativo personal: “Hay que seguir corrigiéndose aunque uno tenga ochenta años”).
De vez en cuando, más veces de las que quisiéramos, Voltaire vuelve a la palestra debido a la acción de algún grupo de fanáticos que pretender imponer sus creencias sobre los demás, con los recientes ataques a París, este arquetipo de la razón recobra vigencia (aparte de que en unos días celebraremos su nacimiento, el 21 de noviembre de 1694). Y esa actualidad se muestra en diferentes vertientes, lo mismo para señalar a los tontos que no comprenden que este es un ataque del fanatismo al mundo de las libertades –y que, vaya paradoja, se creen muy listos anteponiendo otros tragedias para decir o regañar a los demás sobre qué sí deben lamentarse.
El terrorismo es el rostro del fanatismo exacerbado, el vaho que subyuga las libertades de los hombres y las mujeres para pensar y creer en lo que consideren conveniente. La actualidad de Francisco María Arouet está en su irónica constatación de quienes gritan en favor de la libertad de pensarmiento y al mismo tiempo proclaman la muerte del que piensa distinto, por ello precisamente es que, con las armas de la razón, Voltaire fustiga: “¡A la carga contra los fanáticos y los bribones!” y nos propone un estilo para hacerlo:
Ser claros, “definid bien los términos”, y dirigirse a un público decente que no esté dispuesto a recibir encíclicas sino a ser parte de ideas incentivadas en aquella facultad inherente al ser humano, que se llama pensar y respetar al otro. Sobre esa base, su persecución militante es la libertad de conciencia donde la intolerancia no tiene derecho alguno. Me hago eco una vez más de los deseos de Voltaire y escribo esto como si él ahora mismo lo susurrara a nuestros oídos:
“La paciencia sea con vosotros. Marchad siempre a carcajadas por el camino de la verdad”.