Un día como hoy murió un aristócrata de verdad, no como esas caricaturas que ostentan una raigambre de la que carecen, para intentar situarse por encima de los otros; vean ustedes: el linaje del hombre de quien escribo se remonta a la aristocracia lombarda del Renacimiento, pero eso no es lo importante, lo relevante es que tal genealogía fue determinante para que él contribuyera a situar al cine en la cúspide de la cultura e incluso de la política entre los años 50 y mediados de los 70.
Este aristócrata es un intelectual, ah, y un marxista de pura cepa. Por eso la perspectiva de la historia es uno de los distintivos principales del también director de ópera y teatro en prosa, lo mismo para dar resonancia a la “Tierra que tiembla” (1948) donde, entre otras obras posteriores, describe la explotación de los pescadores en la Italia meridional, que para situarse en el “neorrealismo” y retar al culto fascista y sus directrices “culturales”, con una convicción que mantuvo durante toda su vida, como consta de manera elocuente en “La caída de los dioses” (1969) la primera de su gran trilogía con la que devela al nazismo alemán; las otras dos películas representan la faceta del director como adaptador de obras literarias: “La muerte en Venecia” (Thomas Mann) –antes hizo “El extranjero” además de adaptar a Dostoievski con “Las noches blancas”– y promotor del análisis sobre las relaciones de la vida y las cosas con el arte, la ética y la estética mediante “Ludwig” –no obstante la mencionada “La Tierra tiembla” y “Bellísima” (1951) son melodramas tal vez más elocuentes de las cosas que representan la escala aspiracional de la fama y la ausencia de valores que comprende por ejemplo al sufrimiento del otro (todo ello ambientado por el marxista, con una ópera de Verdi).
Desde luego que disiento de quienes valoran a un artista por sus predilecciones políticas por encima incluso de su propia creación en ese orden imaginario y de inventiva que es el arte. Pero en este caso, al menos desde mi punto de vista, junto al genio de este director de cine italiano se encuentra su óptica por situar el ser humano en el centro y establecer sus dilemas más diversos, en particular, el dilema que tiene el ser humano precisamente para admitir que las circunstancias cambian, y para ello, qué formidable ironía, Visconti rompe de algún modo con su sangre aristócrata y realiza una soberbia adaptación de “El gatopardo” (1963) donde en más de tres horas y media –la película tiene dos recortes para fines comerciales– el director detalla la vida cotidiana de una familia que mira como el devenir aplastó su linaje y hallan en una casa de campo un acogedor refugio para la nostalgia mientras la burguesía festeja el triunfo de su advenimiento en Sicilia (y quién si no Burt Lancaster, para representar en la mirada el anhelo y la tristeza por los tiempos idos). No exagero al decir que esta obra es fundamental para conocer el cine europeo de los 60.
Escribir que Lucino Visconti fue un hombre de su tiempo es un (retórico) lugar común, pero no lo es tanto si decimos que el artista participó e influyó en las decisiones de los años en los que vivió, para participar de los anhelos de libertad con los temas consabidos, emblemáticos de los 60 hasta el final de su carrera. Las grandes obras de Visconti muestran que también es admirable porque hasta el último latido de su corazón luchó contra el fascismo haciendo lo que más le gustó hacer: cine.