Las vidas de Chavela y mi abuela se cruzaron varias veces. La primera en la Ciudad de México era 1936. Chavela, de diecisiete años con el cabello trenzado y su guitarra al hombro, tomaba el tranvía para ir al pequeño bar donde trabajaba. Mi abuela, de once años, caminaba de la mano de su padre; era su primera visita a la capital. Mi abuela se quedó mirando la trenza larga y oscura de Chavela, le llamaron la atención sus modos y su voz. No separó la vista de aquella mujer hasta que sintió el jalón del brazo de su padre para cruzar la calle. “Mira que diferente es esta ciudad a la nuestra”, le decía, “mira cuánta gente”.
Chavela escapó del abandono e incomprensión de su familia en Costa Rica y llegó a probar suerte a México a los dieciséis. Mi abuela tenía sólo quince años cuando se escapó por la azotea de su casa en Zacatecas y no volvió jamás. Era un espíritu libre. Quería volar y voló.
Mi abuela, casada y con cuatro hijos, estaba presa en la jaula de su casa. Le rogó a su esposo que le permitiera estudiar arte dramático. Mi abuelo, varios años mayor, aceptó darle esa libertad, y así fue como construyó su carrera como actriz y declamadora. Fue ese regalo de mi abuelo el que le dio el espacio que necesitaba para extender las alas. Dejó de llamarse María del Refugio y se convirtió en Gabriela.
La segunda vez que mi abuela se encontró con Chavela fue a través del acetato. Le regalaron un álbum. Mi abuela entró en su departamento, puso el disco en la consola, se quitó los zapatos y encendió un cigarro. De pronto, sin saber por qué, las lágrimas rodaron. La emoción iba in crescendo mientras el long play avanzaba. Oyó a Chavela interpretar a José Alfredo y le caló hondo en el alma. Mi abuela podía sentir la soledad y la tristeza de Chavela a través de su voz, reconoció en ese canto su propia melancolía y admiró a Chavela, quien no lloraba pero sí hacía llorar.
El tercer encuentro de mi abuela con Chavela fue en una peña muy conocida de la colonia Roma. Mi abuela se había vuelto medio hippie tras perder a su marido. Tenía la libertad que tanto había soñado, pero a veces se sentía muy sola. Entró a la peña con varios de sus compañeros de teatro. Se sentó mientras tocaba un grupo de música latinoamericana, tan comunes en esa época, y se levantó al baño mientras tocaban “El Pájaro Chogüi” y cuando volvió se encontró Chavela sobre el escenario. Gabriela no pudo ni sentarse cuando oyó por primera vez “La Macorina”. La voz de aquella mujer era mucho más bella en vivo que en la consola. Cantaba fuerte, con voz un poco ronca, la pronunciación era perfecta. La mujer de cabello trenzado y jorongo rojo impactaba a quien la escuchaba. Mi abuela se sentó al final de la canción y su mirada se cruzó con la de Chavela, quien en ese momento cantaba “Presentimiento”. Chavela le sonrió a Gabriela y todo desapareció alrededor. Mi abuela cantaba con los ojos cerrados: “Esos ojos, me dije, son mi destino, y esos brazos morenos son mi hogar”. Sólo la despedida de Chavela regresó a mi abuela a la realidad. Se levantó para aplaudirle lo mismo que hicieron todos. “Quiero saludarla”, dijo mi abuela. “No te saludará”, respondió uno de sus amigos, “esa mujer es amiga de Grace Kelly y cantó en la boda de Elizabeth Taylor”. Mi abuela no escuchó; testaruda cómo era, siguió a Chavela detrás del escenario y la llamó por su nombre. “Chavela” le dijo, “es usted una gran cantante”. Chavela soltó la guitarra y le estrechó la mano mientras respondía: “Es usted muy amable y muy guapa”. Gabriela regresó eufórica a la mesa para contar la anécdota y terminarse la botella de tequila.
Muchos encuentros en la sala de su casa tuvieron Chavela y mi abuela. Cuando llegábamos y ella escuchaba a Chavela, sabíamos que estaba triste o muy feliz. Gabriela no era precisamente entonada, pero el sentimiento con que cantaba junto a la consola nos hacía estremecer.
Víctima de su adicción a la soledad y la tristeza, Chavela desapareció a finales de los setenta. Reapareció en los noventa para seguir cosechando éxitos. Mi abuela y yo la oímos en El Hábito, en Coyoacán; su personalidad me atrapó y la felicidad de mi abuela me inundó. Esa vez no pudo mi abuela acercarse a Chavela, pero meses después la vio en el Esperanza Iris y en Bellas Artes, y hasta se tomó una foto con ella.
Cuando Chavela cumplió noventa años grabó un disco de poemas de García Lorca, quien era el autor favorito de mi abuela. No le hizo gracia a mi abuela; sin embargo, se alegró por Chavela. Siempre pensé que declamar le iba mucho mejor a mi abuela que a Chavela. Cuando mi abuela se paraba en el escenario las palabras de Lorca cobraban vida, su voz provocaba la misma emoción que la de voz de Chavela al cantar. Era imposible no sentir. En la casa de mi abuela aprendí que las penas se disipan contándolas, en compañía de un tequila o un mezcal y la voz de Chavela o José Alfredo de fondo.
El 5 de agosto del 2009 encontré a mi abuela oyendo a Chavela y bañada de lágrimas: “¿Qué pasó abuelita?”, pregunté. “Se murió Chavela” me dijo con la voz ahogada. Para entonces mi abuela empezaba a sufrir la enfermedad del olvido. Mi abuela le sobrevivió a Chavela ocho años; al final no la recordaba ni a ella ni al resto de nosotros, pero a menudo balbuceaba frases de “Macorina” o de “Toda una vida”.
Vivo agradecida con mi abuela porque conozco y disfruto a José Alfredo, a Lorca, a Chavela. Estoy agradecida también con Lorca y José Alfredo por darles pie para desbordar su talento a mi abuela y a Chavela. En el mundo machista y cerrado en que nos tocó vivir, me hace feliz pensar que encontraron su voz y libertad por medio del arte. Encontraron, cada una a su modo, la manera de transformar su propia existencia. iSalud por mi abuela!, isalud por Chavela!