“Lo reprimido siempre retorna”
Jacques Lacan
Cuando SE despertó, su madre seguía allí. Presentaba el rictus de placer propio de un orgasmo. Cuando supo que era su madre quien lo montaba, no pudo continuar soñando. Naturalmente no se lo podía permitir. Pero en los segundos siguientes la escena perseveró en su mente, resbaladiza e inadecuada como un crimen que hubiera preferido que nadie cometiera jamás. Mucho menos él mismo. Así que antes de apreciar bien esas imágenes insoportables que perturbaban su cabeza, las anuló con elegante indiferencia.
Luego la sangre brotó. Brotó por una evidente necesidad de limpieza. A la luz de una razón vacilante, lo sucio se le compendiaba en el rostro. Quizá porque la singularidad de su cara cifraba la singularidad de su persona. Pero quizá no. Quizá porque su cara le servía de sede a los ojos, como a todos los hombres.
Por pura congruencia debía retirar eso sucio con una navaja. Desprenderlo como una costra podrida. O mejor: como la piel de un animal que se desuella. Así demostraría que era un niño bueno. Un hombre tan confiable como un ángel que nunca ha querido ni querrá competir con dios.
Era aquélla una excelente navaja de barbero. Y así la miró: como el barbero después de afilarla en el cuero del asiento. Pero allí no había asiento, ni cuero, ni barbero. Solo SE y el espejo. Ningún disfraz previsto por Freud. En SE no existía diferencia entre el contenido latente y el contenido manifiesto del sueño. O, lo que es lo mismo: en SE no había diferencia entre su ser consciente y su ser inconsciente. En SE todo lo latente resultaba manifiesto. SE era pura conciencia que fluye. SE vivía la libertad inhumana de los dioses inmortales.
En un primer momento, acarició la idea de iniciar desde el cuello, pero carecía de tiempo para hacerle al cuento. De modo que se brincó el cuello, la quijada y el cachete, y únicamente se rozó el pómulo. Con la navaja de canto abordó el ojo. Apenas el nacimiento. La pestaña baja. Como si la quisiera rasurar sin lastimar el ojo. Mucho menos sacarlo. SE era libre como un dios griego, pero esa libertad no lo hacía menos cobarde. No obstante, sucedió lo inevitable. SE se –perdone usted la cacofonía, pero lo propio de lo inevitable no es precisamente la armonía–, digo, SE se sacó el ojo y la sangre brotó en un chorro que le alcanzó para empaparse el cabello mientras lo peinaba con una mano que parecía confundir la sangre con el agua. Y mientras se peinaba de esa forma tan pegajosa su calvicie aumentó o por lo menos se volvió más notoria, un detalle que SE pareció atender con indiferencia, pero le pesó con la insidia con que un amante celoso incordia a la persona que cela. Entonces volvió a mirar el rictus de placer sexual de su madre. Había llegado la hora del otro ojo. SE mismo se formuló la pregunta, pero formulársela no lo ayudó en absoluto: ¿despertaría o lograría seguir dormido, dulcemente sumergido en la piadosa inconciencia del sueño? Poco importaba: si despertaba, solo sería para volver al mismo sueño una y otra vez hasta el mero-mero fin de los tiempos. Mejor continuaría soñando.