Las generaciones de los 50 y 60 del siglo pasado disfrutaron de grandes cineastas, Luchino Visconti y Ettore Scola, por citar a dos de la gran escuela italiana, además de Orson Welles, Ingmar Bergman y Luis Buñuel. Entre esas décadas y la generación de la que formo parte hay varios entrecruces formidables: pienso por ejemplo, además del propio Scola o Bernardo Bertolucci, en Stanley Kubrick y Woody Allen. Y, sobre todo, ahora evoco a Pedro Almodóvar, en particular gracias a su más reciente apuesta, “Dolor y la gloria”.
Menciono aquellos exponentes del cine porque la cinta de Almodóvar regresa a la inspiración de contar historias (aunque algunos de los cineastas señalados hicieron grandes biografías o superproducciones –pongamos “Napoleón” y “El último emperador”), incluso aunque se trate de historias propias, rasgos autobiográficos, señales o estampas ya plasmadas en películas anteriores, menciono sólo una, “Volver”, así como la persistencia de sus recuerdos, Chavela Vargas, y sus obsesiones entre junkies y transexuales, que le han suscitado fuertes críticas, sobre todo en España. Pero como sea, si el mundo supo más de Brooklyn por Allen, Madrid es indisociable al director de “Tacones lejanos”.

“Dolor y gloria” ya no sorprende ni conmueve como algún otro caballete con similares trazos dibujado por Almodóvar en los 80 como “La ley del deseo”, sobre la tragedia amorosa de un hombre homosexual, director de cine. Pero no es eso lo que el guionista busca, sorprender, o al menos no es ese el logro principal de su trabajo; lo que vemos en “Dolor y gloria” es una forma de comprender el paso del tiempo, las definiciones propias y cómo estas pueden cambiar tal como la vida, entre el amor y la pasión por el amante y la entrega y gratitud por la madre; en esta ocasión, como hizo Diego Velázquez en “Las meninas”, Pedro Almodóvar es parte de la obra de arte que él mismo pintó, gracias a las virtudes literarias que cultivó en su juventud y los recursos cinematográficos que atesora desde “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este”, su primer trabajo en 1978. En ese sentido, “Dolor y gloria” es la piel que habita la historia de un artista que comienza el corte de caja de su propia vida, indisociable, por cierto, de su propia vocación como cineasta.
Entonces, gracias a Almodóvar regresamos a la vertiente básica del cine que narra historias y ésta no tiene la intensidad de “Carne trémula” o la desfachatez de “Kika” sino el reposo de Salvador Mallo que mira al niño que fue sin vergüenza ni orgullo, lo mira para comprenderlo y comprenderse y así tratar de distinguir entre los dolores de la espalda y los dolores del alma, en tales entrecruces, no es casual que si en la “Ley del deseo” el actor Antonio Banderas sea amante del director mientras que, en “Dolor y gloria” el mismo Antonio Banderas, más de 30 años después, sea el director que recuerda sus pasiones con el único amor de su vida y su huida por el mundo hasta regresar siempre a Madrid. Por ello, también estoy seguro, no podía faltar Penélope Cruz
Si con “La mala educación” Almodovar regresó a su etapa más sórdida contra la doble moral y las perversidades de la iglesia católica, en “Dolor y gloria” se siente parte de un mundo que él ayudó a construir, sin dejar de anotar la moral de sotana y sus villanías al través del tiempo y sin dejar de subrayar el imperio del macho que subyuga. Me parece que como pocas veces el artista conjuga sus virtudes profesionales como narrador de historias, protagonista de ellas y hasta como dibujante, por eso logra una pintura espléndida, con detalles y guiños donde se halla al buen actor que no llora, al que sí llora y contradice al cineasta, quienes fundieron sus vidas en un proyector de cine y anhelaron que la tragedia no ocurriera y, claro está, no podía faltar él mismo y el canto flamenco que escuchó entre mujeres.