Es fácil —y recurrente entre quienes las amamos— que las artes nos parezcan lo más noble de lo que somos los humanos. Suponerlo puede llevar desde el desvarío de dar por hecho que el conjunto de los ciudadanos tendría la obligación de subvencionar a los artistas —porque sus obras serían buenas para los demás, aunque la mayoría no tenga en su día a día mínima noticia efectiva de que así sea— hasta concebir que la exigencia en el acercamiento a las obras de arte debe corresponder a ese inmenso valor que se les atribuye. Mi opción personal es buscar las realizaciones estéticas que siendo inevitablemente parte de una sociedad y una cultura trascienden sus circunstancias para alcanzar elementos fundamentales de lo que somos. Así oriento esta columna de crítica cultural.
La centralidad de las artes para una sociedad es cuestionable. Por ejemplo, aun las exposiciones que atraen multitudes y son reportadas como éxitos rotundos de público no pasan de convocar a porcentajes ridículamente escasos de la población de cada ciudad. Ahora bien, puede tomarse la perspectiva de que la manera adecuada de “medir” la importancia de las artes no radica en los números de lectores o de asistentes a actividades de danza escénica; quienes siempre son minoritarios. El argumento afirma que el efecto social de las artes sería más cercano a la larga duración de la historia, al plano de los procesos lentísimos pero certeros. Y en efecto puede ser así, lo que, no obstante, se acerca a lo inverificable y como dijo el estatista por excelencia del siglo XX —en referencia y contraste con urgencias del presente— en el largo plazo estaremos todos muertos. Por eso descreo de un dictum simplista como “¿De qué otra cosa podríamos hablar?”, que es verbalización de una línea pretendidamente creativa y que es hoy de probada producción en serie en distintas disciplinas, subsidiadas o no. La respuesta es sencilla: puede hablarse de tal o cual problema social, pero también de la propia imbecilidad y de los chocolates, porque las artes no son exclusiva ni prioritariamente vehículos de activismo. Por supuesto que una obra feminista podría despertar acciones de una joven para confrontarse con tantísimo que la afecta en una sociedad como la mexicana. Pero medido en sus propios parámetros la advocación de efecto social transformador de las artes es tremendo fracaso, a pesar de la grandilocuencia en contrario. Mi posición no es sólo una vertiente de relación individual con las artes —que requiere de prolongado compromiso— sino también de otra grandilocuencia, la que dice que las artes no requieren justificación ante quienes carecen de vínculos notorios con ellas, la de la validez de las artes por sí mismas.
Ésta es la entrega 211 semanal e ininterrumpida de Dispersiones, con lo que se cumplen cuatro años de publicación de esta columna. Agradezco que sea parte de la revista Etcétera por la confianza en mi trabajo de su director Marco Levario y su subdirectora Alejandra Escobar: es un orgullo estar al lado de su periodismo valiente y coherente ante el nuevo autoritarismo mexicano. Es la mayor satisfacción y alegría descubrir que los escritos de Dispersiones son leídos por un creciente número de las mentes más talentosas, inteligentes, sensibles y sabías de este país y también de diferentes lugares del mundo. Atendiendo a esto último seguiré el consejo de traducir algunos de los ensayos al inglés, colocándolos probablemente en mi blog y a razón de uno por mes. En cuanto a la difusión de esta columna, confieso que también me divierten las exaltadas reacciones de personas con altas responsabilidades —a quienes agradezco su atención— como el director de un importante suplemento cultural o una destacada burócrata cultural de la universidad nacional. ¿Por qué surge la exasperación ante Dispersiones? Obviamente hay múltiples motivos, pero confío que el enfado —y también el interés, acuerdo y desacuerdo de a quienes complace la columna— provenga del tangible esfuerzo por pensar y tomar en serio al lenguaje, de que los lectores encuentren una escritura que no repite lugares comunes ni los evade infantil u oportunistamente; un esfuerzo en que conociendo a plenitud los lenguajes y debates más abstrusos me empeño en traducirlos al español más claro que me es posible. ¿Un ejercicio genuino de escritura, en mayor o menor medida, está destinado a generar disrupción en las prácticas establecidas? ¿Si no lo hace es porque participa de las costumbres? ¿Si disrumpe es porque pretende establecerse como práctica hegemónica? Gracias a cualquiera que lee Dispersiones y comparte mis preguntas.
Dicen que los extremos se tocan. Quizá por eso la nobleza imaginada para las artes no se corresponde con la calidad del conjunto de la comunidad cultural. También por eso es necesaria la disrupción y la insistencia en expresar que la mayoría de las obras son contribuciones que no alcanzan la plenitud de las artes. Esto no es falla de sus creadores, ni siquiera un problema, sino la realidad. En cambio, sí es pernicioso el involucramiento de perfiles que distorsionan lo que sucede en los mundos de las artes. Menciono ahora sólo dos de esas orientaciones: los charlatanes y quienes padecen la obsesión del poder. Un tópico dice que las artes serían lo contrario a la búsqueda del poder —como si fueran oasis de desinterés— pero el hecho es que en ellas y sus alrededores abundan narcisistas que encarnan la tentación del dominio sobre los demás y que se imponen tanto en roles supuestamente creativos como de control de las artes. Al menos estos con frecuencia operan de manera abierta, más retorcidos son los charlatanes —que también pueden desear el poder, ya que no son tipos exclusivos— pues crean personajes de sí mismos, acaso se los crean y actúan como si hicieran lo contrario de lo que a la vista hacen. Adquieren diversas formas, una es la de típicos buscadores de reflectores que, no obstante, se identifican como guerreros marginales a quienes complacería el anonimato. Para ejecutar su contradicción desarrollan retóricas verbales y de otros tipos —como una apariencia según ellos alternativa, aunque la replique una multitud— y que son, en suma, de hilarante vacuidad. Cualquier coincidencia con el actual grupo gobernante de México —que clama ser demócrata siendo autoritario y se arroga acabar con la corrupción mientras desmonta mecanismos para combatirla— no es casualidad sino igualdad en una de nuestras contrahechuras culturales. La buena noticia es que ambos desatinos viven extraviados en su propio laberinto —y suelen evidenciarse a sí mismos cuando pretenden exhibir lo contrario— por lo que basta estar ligeramente alejado de la alienación para notar a charlatanes y ávidos de poder. Escribir crítica puede ser parte del desenmascaramiento siempre que sea crítica y no relaciones públicas.
A la fortuna de haber contemplado buena parte de las más importantes obras de arte de la historia, de haber escuchado interpretaciones por músicos excepcionales, de haber leído y releído obras clave de la literatura no puede corresponder la laxitud ni la condescendencia, que serían irrespetuosas hacia los artistas y sus potencialidades. La dicha de una vida trabajando el gusto estético es también una responsabilidad. Claramente no escribo Dispersiones para ganar simpatías hacia mi persona. Pero el objetivo tampoco es generar enemistades, aunque debo asumir las consecuencias de expresar mi parecer crítico. Es sabido que García Márquez repitió la frase “escribo para que me quieran”. En cuanto a mí —tan distinto y distante de ese novelista queridísimo por tantos lectores— escribo esta columna tratando de comprender. Para referirme a un extremo: en ocasiones Dispersiones está dedicada a obras de amigos o conocidos y por esas relaciones no deja de haber un instante de impulso al elogio, pero a la hora de escribir no me es posible distorsionar mi percepción: desligo los trabajos de sus autores (de la misma manera en que disiento de los neoinquisidores que condenan obras por pecados de los artistas). En esas ocasiones y las demás no consigo olvidar un verso que me acompaña casi desde niño: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. Haría falta una disposición patológica para desear quedar mal con todos, pero si se trata de pensar y sentir al máximo no caben concesiones, procede únicamente lo que proviene de las obras. Esto carece de heroísmo, es apenas una decisión. Las cosas podrían ser más llevaderas si hubiera una cultura de discusión, pero, contra trasposiciones improcedentes, en México no hemos construido una esfera pública funcional, sino apenas aproximaciones. Y si no hay disposición al debate también es necesario consignar que éste requiere de calidad argumentativa, no de exabruptos retóricos ni mucho menos de bajezas. El “temperamento liberal” propiciaría la sana discusión pues conlleva hablar desde la certidumbre de que existe la posibilidad de error en lo que uno afirma. Esto se repite como si fuera normal, sin embargo, no lo es: reconocerse equivocado requiere de integridad excepcional y no es sencillo para nadie, pero es necesario. Una extraña falacia supone que un crítico habla desde la suficiencia de tener las llaves para crear las mejores obras —otra forma del reclamo es que el crítico no reconocería lo arduo que es culminar una obra, como si se tratase de endosar reconocimientos al esfuerzo— pero si el crítico se sustenta en esta clase de paradigmas, estamos ante alguien con delirio de infalibilidad, lo que probablemente imposibilitará contribuciones significativas.
En mi caso la creación, la especulación teórica y la crítica han ido de la mano. Un demorado libro inédito de poemas mío ha sido objeto de comentario aprobatorio por parte del poeta y crítico que algunos consideramos la voz más autorizada en el ámbito de lengua española. Al mismo tiempo otra gente no expresa entusiasmo por el material. Tiempo antes de esas lecturas, quizá pandémicas, un amigo —ahora fallecido— desde el intenso y contradictorio cariño que me tenía, reprochaba mi silencio; creía, por esa amistad, que me correspondía un papel central al que yo me habría negado y se mostraba estupefacto ante mis decisiones, por ser lejanas de lo pertinente para conseguir lo que acostumbra a verse como anhelable. Cuando oyó el principal poema de ese conjunto me pareció conmovido y tuvo para él elogios superlativos, dictados y distorsionados por la fraternidad a pesar de años de escasa convivencia. Esa es una vía de la amistad, legítima y practicable en privado; el problema es que su multiplicación en el ejercicio público —las selectivas palmaditas en la espalda— tiende a conducir a cofradías en que sus miembros se justifican entre sí y su idea compartida del arte termina empantanada. La opción crítica de evitar concesiones en el marco de una cultura autoritaria y de compadrazgos es una divergencia que equivale a escoger la soledad: así es la libertad, experiencia conducente no a la sonriente conformidad sino a la construcción de dignidad. Por eso valoré el entusiasmo de mi amigo, y si bien me importa más la opinión de aquel poeta crítico que otras percepciones (aunque esa opinión, como todas, puede cambiar), la eventual recepción que mis poemas tenga entre sus lectores puede tomar cualquier dirección y no tiene por qué ubicarse en un justo medio inexistente. Las limitaciones de esos poemas son tan esperables e imperdonables estéticamente como los contenidos en la mayoría de los libros. Expresar tal dictamen con rigor sería ajeno a la descalificación personal, aunque sean fallas con autoría. Pero como a la mayoría de los poemarios es factible que le toque el silencio absoluto. Sea como sea, creo que la crítica no debería impedir la civilidad ni la fraternidad. Por eso considero conveniente persistir en la escritura crítica, porque aun cuando sea adversa puede propiciar la generación de un ambiente de intercambio que favorezca el pensamiento y la creación. Y por esto insisto en agradecer a cualquier lector que dedique tiempo a mis Dispersiones, pues el rigor no es cumbre alcanzada sino aspiración que guía.
Ateo y radicalmente racional vivo, sin embargo, cotidiana, objetiva y amorosamente sucesos extraordinarios y hasta extravagantes. Esta apertura al encantamiento del mundo, junto con el empeño en cultivar la inteligencia, es algo que puedo aportar a través de estas Dispersiones y otras labores. Mantener inagotable la curiosidad y la sensibilidad no es sencillo, pero estoy seguro de que es un bien. Una alternativa es creer concluido el camino —“yo sé lo que me gusta” o peor “yo sé lo que es bueno”— lo que tiene una dimensión pragmática entendible: no es posible conocer por entero ni una sola de las artes; no obstante, pretender cosechar la misma parcela sin fin es alternativa en que ineludiblemente asoma la erosión. Continuar en la curiosidad es opción riesgosa —aparente desperdicio de tiempo limitado— pero dar por hecho la llegada a una meta ilusoria —especialmente cuando tal práctica es apenas imitación social— en el mejor de los casos está condenado a incurrir en graves errores intelectuales, además de otras taras vitales.
La opción es persistir en el amor como tarea interminable. Porque el amor por las artes —como por una persona— no es “endiosar una criatura/ y a lo que es temporal llamar eterno”, es aprender a ver las obras, y a la persona, en su particularidad: a ésta en su falibilidad —y, por supuesto, sus gracias— y a las obras en términos de su actualización de la especificidad de su medio. En aquello hay decisión y apuesta, en las artes criterios discernibles a pesar de poseer elementos cambiantes; en ambas experiencias no hay por qué conformarse, no hay por qué endiosar fallas individuales —sino aceptarlas— y no hay razón para atribuir trascendencia a realizaciones que ante contemplación competente se desmoronan. Pero en algo confluyen ambas experiencias: el amor no es ceguera ni parcialidad, sino entrega plena, es dulzura y rigor, felicidad ante el encuentro de la excepcionalidad.
Autor
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.
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