PARTE I
La Fuerza Armada como amago político. Un réquiem
Ahora bien, el caos que provoca esta premeditación inepta eleva la necesidad —de hecho, como nunca antes–, de un principio de orden armado y, como el gobierno es finito, el desmantelamiento institucional es también el correlato del afán militarista. Conviene recordar que, en el caso de México y su ejército, prevaleció hasta ahora un equilibrio que integró una respetuosa distancia entre las esferas civil y militar, una condición endogámica en sus procesos internos (opacidad, si se prefiere), una doctrina de Estado por encima de opciones partidistas, y una acción eficaz en casos de emergencia. Nada mal, salvo que para un bonapartismo chabacano es pecado contar con una acreditación política propia y ajena a la del jefe, y más pecaminosa aún si ésta deriva de acciones sociales y de una lealtad a la Constitución. De ahí que los insultos cuando eran oposición transmutaran en apapachos envenenados desde el poder; para cooptarlas, sí, desde luego, pero sobre todo para “transformarlas”.
De hecho, en el origen hubo desprecios paralelos hacia las policías y las Fuerzas Armadas, pero tomaron rumbos distintos dependiendo de su maleabilidad: hacia las primeras, desaparición de su expresión federal, recorte de presupuestos a las corporaciones locales y nombramientos de militares en varias de ellas. En cuanto a las segundas, por lo visto ya había condiciones para lo que hoy se asoma, y quizá la idea de que “los civiles lo han hecho muy mal”, combinada con el desprecio de López Obrador hacia la función pública, hicieron click. Quizá, el hecho es que una militarización desbocada –económica, funcional y operativa– se inaugura a partir de la mentira de que en el pasado hubo una “guerra de exterminio” y de la intención manifiesta por eliminarlas (“si por mí fuera, desaparecería al Ejército”), y que el camino elegido fue ahogarlas con funciones y dinero… para convertirlas en algo distinto. A mayor pena, si hubiera, el proceso agarró vuelo con una contrarreforma constitucional sobre militarización de la seguridad que, a pesar de sus evidentes trampas, fue aplaudida por integrantes de la progresía que antes montaban algún sainete nomás asomara algún proyecto de ley secundaria en ese sentido.
Igual que en cualquier otro tema, el camino fue eliminar “estorbos”, como el contrapeso y complemento de una policía federal, diluir las necesidades de coordinación con otras instancias de seguridad, y ni hablar de cualquier posible auscultación externa. No solo eso, también los formaron ante una campechana de prisión automática, colapso de policías locales, ausencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y en ruta hacia el avasallamiento de procuradurías y conflicto con el Poder Judicial, como si los atajos en política fueran gratis, como tampoco lo son los presupuestos sin controles, ni entrarle al lodazal político con los reflectores encima. Fue así como se allanó el camino para una complicidad plena con al menos parte de un “alto mando” que, al igual que otros nombramientos de gobierno, se armó con quienes no estaban en las listas usuales de ascenso.
Y a cambio de este menú mortal, le cargaron a los nuevos consentidos la responsabilidad de la seguridad pública, con las manos atadas. Desde el inicio del gobierno sobraban imágenes de cómo, mientras los asesinos andaban en su parranda de impunidad e insolencia armada, los soldados se replegaban, y pues ni modo que esto no parezca una parejera entre la disciplina y el hartazgo. Para eso sirve el dinero, para cargar los dados, y con el dinero llegaron más responsabilidades inconexas, como si fueran comandas en fonda.
MORENA criticaba lo que anhelaba, y hoy se sirven de los soldados y marinos, de sus capacidades, de su prestigio, de su disciplina, y los usan cuando y como conviene, como respaldo, como pretexto, como parapeto y como anuncio de campaña. Se trata entonces, no sólo de que las Fuerzas Armadas sustituyan policías y a todo tipo de autoridades civiles, ni de que se les otorguen muchos contratos, sino de que apuntalen las pretensiones políticas de López Obrador. Por ello es equivocada la idea de que la militarización extrema que hoy se impone fortalezca a las Fuerzas Armadas. Más bien, saldrán lastimadas porque su estructura y sus procesos son incompatibles con la función de seguridad pública: sabemos que nuestras policías no están preparadas, pero podrían estarlo; un Ejército, nunca. Saldrán lastimadas porque recibieron la orden de incumplir con la responsabilidad constitucional de seguridad pública que les endilgaron, y simular una “guardia”, en realidad soldados con uniforme distinto y ornitorrinco administrativo con identidad y doctrina deliberadamente difusas, porque así es como le sirve al grupo político que la instruyó. Saldrán ensuciadas y disminuidas porque las carretadas de dinero sin fiscalización alguna pudre a casi cualquiera, y porque su nueva faceta contratista, melcocha de interés publico, interés corporativo e intereses privados, no sólo es incompatible, sino que es opuesta a la función de garantes del Estado. Saldrán con menos prestigio porque la sobrecarga de responsabilidades y la exposición mediática significa subirse a la palestra política, y en el régimen que sea, y con la opacidad que se quiera, tendrán que rendir cuentas de alguna manera. Lo más grave es que su capital más importante está en una valoración social, y de continuar la perversidad de imponerles una identificación partidista, no habrá confeti ni algodón que compensen el desprestigio. No se fortalece a las Fuerzas Armadas, se les transforma en un apéndice de una fuerza que además está concebida para desunir a los mexicanos, lo contrario de lo que representa el Estado que están obligadas a defender. A poco más de tres años, ya se extraña al Instituto Armado que encarnaba una institucionalidad.
Es importante subrayar otro malentendido: no hay una estrategia fallida de seguridad, sino un plan político hasta ahora exitoso, que demanda de las Fuerzas Armadas bajar la guardia ante otras fuerzas, también armadas, que atentan contra la seguridad del Estado y enfilarse (con su “guardia” incluida) hacia dicho plan; trampa vil porque así como se usaron a las instituciones democráticas para llegar al poder y luego embestirlas, también a ellas se les empuja al sacrificio último y prosaico de inmolarse como fusible político en el altar de un apoyo instrumental a su verdugo. Quizá los militares se desentiendan del naufragio, o no… y a saber qué sea peor, pero al romper la placenta constitucional y manifestar una lealtad personal y partidista, bien podría venir una sucesión de maridajes de oportunidad, con los sinsabores propios de semejantes arreglos.
Qué lástima, pasar de una legitimidad con justicia bien valorada en términos históricos y regionales, a un trueque descarado de lisonjas y favores, que sólo tendrá sentido para ciertas debilidades. Terminar como guardia pretoriana de una ambición políticamente histérica no es un privilegio para casi nadie, y menos para quienes vienen del privilegio de salvaguardar a la nación. Quizá el principio republicano de primacía civil ya esté en las últimas, y pronto no sepamos quién jala y quién empuja, y quién guarda qué, a quién y para quién. Y entonces sí habrá otro régimen.
Réquiem por las policías: una comunidad con instituciones en declive es una comunidad cada vez más violenta y vulnerable a la violencia. No sólo son las policías, pero si sólo de ellas se tratara, el abandono por parte de los gobiernos, federales y locales, el maltrato por parte de la sociedad, y los ataques del crimen organizado, las harán cada vez más inservibles, y cada vez menos dispuestas a servir. A los flamígeros inmaculados que nunca se la juegan por nada no los mueve mucho que uno de los efectos del mantra “justicia mata ley” sea su concreción literal en el colapso policial, marcado por el asesinato de un policía al día en promedio. Total, con 35 mil asesinatos anuales, qué más dan unos cientos más, si por definición son corruptos e ineptos. Cuando cale el significado de la militarización extendida en la que nos embarcaron, quizá suceda el milagro de que el país no solo extrañe a las Fuerzas Armadas de antaño, sino también a las policías, o más bien, a la idea de una policía.
La banalidad exaltada. Torbellinos
Para insistir: el gobierno es tan débil que, en contraste con toda su grandilocuencia, sólo puede aspirar a un derecho de apartado en esa madeja de extorsiones llamada México. Ojo, no sólo es que no pueda con más, sino que no lo imagina. Este vacío intelectual, esta soberbia reptante, tiene ínfulas de proyecto cuando no puede siquiera transitar por complejidades políticas esenciales como la pluralidad, la técnica, el silencio. No pocos muerden el anzuelo, quizá porque se confunde la capacidad de daño con la capacidad de gobierno, pero conviene recordar que son cosas distintas, sobre todo para no caer en absurdos que circulan cual verdad revelada, como aquel de que vamos para país de un sólo hombre. En efecto, fue él quien advirtió, desde la cumbre del poder formal, que la justicia estaría por encima de la ley, seguro de que tendría el monopolio de la arbitrariedad. Más bien su gobierno pone la estocada mortal a un Estado que se construyó en tanto dimensión superior para el arbitraje y la determinación, dejando a la intemperie una cadena alimenticia sin atenuantes, donde las víctimas son también predadores, dispuestos lo mismo a resignaciones lacerantes que a linchamientos catárticos (la gente puede formar una banda armada para que no suba la tortilla, y también hacer colas sin fin para un trabajo inexistente de parte de un cacique que nunca llega).
Buena parte de los que se mueven en el poder real simulan obediencia porque le tomaron la medida a lo que venía y negociaron franquicias e impunidades. Al agache frente al delito y el crimen organizado, y a la desnaturalización de las Fuerzas Armadas, se añaden nuevos márgenes de arbitrariedad legalizada para la administración de prisiones automáticas y amnistías difusas. Una caseta tomada para “la causa” (siempre en singular, porque todas son una y una es todas) es una buena metáfora de la desvergüenza con la que un gobierno abusivo y prostituido le cobra a los extorsionados que debería defender, le paga a los extorsionadores que debería enfrentar, y luego se llena la boca de “justicia social”. Kafka lo explicaba bien: «La sentencia no se dicta de repente: el proceso se convierte poco a poco en sentencia.» Pues los procesos llevan incubándose al menos dos décadas, desde que inició la gran marcha hacia la presidencia, y las sentencias y los permisos y las exenciones caen como fruta madura. Pero no es solo el gobierno; en un país en donde una sentencia puede tomar años, hay un regocijo general por las sentencias expeditas, con cada ciudadano un fiscal o juez en sus marcas para irse contra “adivina quién”… aunque cada quién alce la mirada y de reojo imagine su respectiva espada de Damocles.
Además del amago militar, los procesos sumarios y públicos, con cárcel o sin ella, han servido bien para extender el miedo en amplios grupos sociales, para construir enemigos y matar oposiciones desde la cuna. Para eso es la ampliación de delitos que ameritan prisión automática; la captura de fiscalías; el “Instituto para devolverle al pueblo lo robado” (el “Indepuro”); una ley de extinción de dominio que viola la presunción de inocencia y el debido proceso e impone incautaciones “precautorias”. No tardan las brigadas de “ciudadanos denunciantes”, figura ideal para canalizar la sevicia de los anónimos, esos que tienen la autoestima por los suelos y el odio en la estratósfera, y que ansían fundirse en una masa viscosa y violenta. Cuando las oficinas y los sótanos son lo mismo, no es raro que los resentidos diversos acaben en la misma manada. Es la política como cacería y la cacería como espectáculo. El chiste es moverse cómodamente entre la clemencia y el castigo, ambas ejemplarizantes, y borrar las líneas entre la admonición pedagógica, el calambre político y la carpeta de investigación.
La arbitrariedad (ante todo, la fabricación de “traidores”), el militarismo y la distracción permanentes (que incluye la producción premeditada de emergencias; cómo olvidar las colas para comprar gasolina por una falsa cruzada contra el huachicol o las provocaciones clasistas para provocar a los clasistas), nada matiza en lo más mínimo el desfondamiento del Estado. Queda entonces una condición de exaltación permanente que se justifica a sí misma, y que se pretende exportar a la sociedad toda.
Gustave le Bon, que estudió el comportamiento de las multitudes, decía que los líderes de masas “son reclutados especialmente entre las filas de personas mórbidamente nerviosas, excitables, medio perturbadas, que están al borde de la locura”. En ocasiones, parece que le Bon escribía un manual: “El orador que desee conmover a una muchedumbre debe emplear afirmaciones violentas, expresadas en términos abusivos. Deberá exagerar, repetir, eludir toda tentación por presentar pruebas razonables”. En nuestro caso, la producción a raudales de mentiras diluye su impacto, lo que exige más abuso y mayor exageración, tal y como nos lo explica el sabio francés.
A pesar de que se envuelvan resultados como objetivos, las condiciones para quedarse en el poder son, estas sí, objetivos de acción política que, ahora sí, empatan mal con una ineptitud que probablemente no tenga parangón en la historia de México. Las contradicciones esenciales de López Obrador son que se trata de alguien con popularidad pero antipopular, arrinconado por las expectativas que él creó, y cuyas condiciones de cumplimiento él destruyó. En este sentido resulta inevitable la permisividad política con actores fuertes, formales o informales, o criminales, que debe venderse como una opción política original, valiente y usualmente con el adjetivo “social”.
Como ya se explicó, el poder en este caso reproduce y ahonda las condiciones de su impotencia, y si el autoritarismo fuera acompañado de cierta inteligencia, acumularía recursos diversos y administraría el discurso. López Obrador en cambio disfraza su impotencia con un mensaje doble y complementario: el asedio porril a los débiles estorbosos y los mensajes conciliatorios a los poderes reales, en realidad lastimosa claudicación por adelantado, análoga a la que él exige en la palestra política. Pero la estridencia no suple capacidades, y si las expectativas se inflaron para ganar, conviene desinflarlas para gobernar, sobre todo si la debilidad venía de antes; basta reconocer que ningún gobernador gobierna realmente su estado, convertidos la mayoría en administradores de contratos.
Torbellinos: ¿Y qué esperar del México del pillaje y de las esferas criminales, imbricado con las distintas formas remanentes del Estado? Hay muchas respuestas e infinidad de escenas, algunas admonitorias, como las del tráiler volcado, con el conductor agonizando en la cabina, mientras unos zopilotes —no los conservadores a los que alude López Obrador; otros, sin comillas y sin madre—, ignorándolo, se lanzan a saquear el camión. En las escenas de la rapiña no se ve pobreza ni sufridas víctimas, sino a una manada de miserables empoderados. Una escena entre incontables más, como las de los soldados como rehenes –y habrá también muchas nobles y heroicas—, escenas de vidas que transitan por acuerdos, enfrentamientos y traslapes y que, de manera atropellada, frecuentemente violenta, tienen comunidades y expresiones de gobierno y empresariales con grupos delictivos, sin que se pueda distinguir la ubicación de cada quien y cada cual en el difuso mapa de nuestras leyes, reglas, enlaces y transgresiones. Las fuerzas e intereses son líquidos. Cada quien defiende algo un día, y luego no. Reacciones incomprensibles, acomodos imaginarios, jefes de un día, sutilezas imperdonables y catástrofes intrascendentes. Es evidente que la anomia y la violencia son el tobogán de nuestra ingobernabilidad. Pensar que, en este desmadre, alguien lleva la voz cantante es, por decirlo muy suave, una ingenuidad.