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jueves 12 diciembre 2024

Recomendamos: García Márquez y Vargas Llosa, dos amigos en la cocina del ‘boom’

por etcétera

En septiembre de 1967 tuvo lugar en la Facultad de Arquitectura de Lima un coloquio entre dos escritores que se habían conocido personalmente semanas atrás: Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. El primero acababa de publicar, con éxito fulgurante, Cien años de soledad; el segundo tenía reciente la también exitosa La casa verde. La Universidad Nacional de Ingeniería publicó aquel diálogo al año siguiente en forma de folleto. Alfaguara lo recupera la semana próxima con el título de Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina. Adelantamos un fragmento de la charla.

Mario Vargas Llosa. A los escritores les ocurre algo que —­me parece— no les ocurre jamás a los ingenieros ni a los arquitectos. Muchas veces la gente se pregunta ¿para qué sirven? La gente sabe para qué sirve un arquitecto, para qué sirve un ingeniero, para qué sirve un médico; pero, cuando se trata de un escritor, la gente tiene dudas. Incluso la gente que piensa que sirve para algo no sabe exactamente para qué. La primera pregunta que quiero hacerle yo a Gabriel es, precisamente, sobre esto: que les aclare a ustedes el problema y me lo aclare a mí también, pues también tengo dudas al respecto. ¿Para qué crees que sirves tú como escritor?

Gabriel García Márquez. Yo tengo la impresión de que empecé a ser escritor cuando me di cuenta de que no servía para nada. Mi papá tenía una farmacia y, naturalmente, quería que yo fuera farmacéutico para que lo reemplazara. Yo tenía una vocación totalmente distinta: quería ser abogado. Y quería ser abogado porque en las películas los abogados se llevaban las palmas en los juzgados defendiendo las causas perdidas. Sin embargo, ya en la universidad, con todas las dificultades que pasé para estudiar, me encontré con que tampoco iba a servir para ser abogado. Empecé a escribir los primeros cuentos y, en ese momento, verdaderamente no tenía ninguna noción de para qué servía escribir. Al principio, me gustaba escribir porque me publicaban las cosas y descubrí lo que después he declarado varias veces y que tiene mucho de cierto: escribo para que mis amigos me quieran más. Pero después, analizando el oficio del escritor y analizando los trabajos de otros escritores, pienso que seguramente la literatura, y sobre todo la novela, tiene una función. Ahora, no sé si desgraciada o afortunadamente, creo que es una función subversiva, ¿verdad? En el sentido de que no conozco ninguna buena literatura que sirva para exaltar valores establecidos. Siempre, en la buena literatura, encuentro la tendencia a destruir lo establecido, lo ya impuesto, y a contribuir a la creación de nuevas formas de vida, de nuevas sociedades; en fin, a mejorar la vida de los hombres. Me resulta un poco difícil explicar esto porque, en realidad, yo funciono muy poco en la teoría. Es decir, no sé muy bien por qué pasan estas cosas. Ahora, lo cierto es que el hecho de escribir obedece a una vocación apremiante, que el que tiene la vocación de escritor tiene que escribir pues solo así logra quitarse sus dolores de cabeza y su mala digestión.

V. LL. Tal vez podrías llegar a hablarnos del realismo en la literatura. Se discute mucho qué cosa es el realismo, cuáles son los límites del realismo y, ante un libro como el tuyo, donde ocurren cosas muy reales, muy verosímiles junto a cosas aparentemente irreales, como esa de la muchacha que sube al cielo en cuerpo y alma, o un hombre que promueve treinta y dos guerras, lo derrotan en todas y sale ileso de ellas… Bueno, de manera general, se puede decir que en tu libro hay una serie de episodios que son poco probables. Son episodios más bien poéticos, visionarios, y no sé si esto puede autorizar mi interpretación a una calificación del libro como fantástico, como libro no realista. ¿Tú crees que eres un escritor realista o un escritor fantástico, o crees que no se puede hacer esta distinción?

G. M. No, no. Yo creo que particularmente en Cien años de soledad yo soy un escritor realista, porque creo que en América Latina todo es posible, todo es real. Es un problema técnico en la medida en que el escritor tiene dificultad en transcribir los acontecimientos que son reales en América Latina porque en un libro no se creerían. Pero lo que sucede es que los escritores latinoamericanos no nos hemos dado cuenta de que en los cuentos de la abuela hay una fantasía extraordinaria en la que creen los niños a quienes se les están contando y me temo que contribuyen a formarlos, y son cosas extraordinarias, son cosas de Las mil y una noches, ¿verdad? Vivimos rodeados de esas cosas extraordinarias y fantásticas, y los escritores insisten en contarnos unas realidades inmediatas sin ninguna importancia. Yo creo que tenemos que trabajar en la investigación del lenguaje y de formas técnicas del relato, a fin de que toda fantástica realidad latinoamericana forme parte de nuestros libros y que la literatura latinoamericana corresponda en realidad a la vida latinoamericana, donde suceden las cosas más extraordinarias todos los días, como los coroneles que hicieron 34 guerras civiles y las perdieron todas, o como, por ejemplo, ese dictador de El Salvador, cuyo nombre no recuerdo exactamente ahora, que inventó un péndulo para descubrir si los alimentos estaban envenenados y que ponía sobre la sopa, sobre la carne, sobre el pescado. Si el péndulo se inclinaba hacia la izquierda, él no comía, y si se inclinaba hacia la derecha, sí comía. Ahora bien, este mismo dictador era un teósofo; hubo una epidemia de viruela y su ministro de Salud y sus asesores le dijeron lo que había que hacer, pero él dijo: “Yo sé lo que hay que hacer: tapar con papel rojo todo el alumbrado público del país”. Y hubo una época en todo el país en que los focos estuvieron cubiertos con papel rojo. Estas cosas suceden todos los días en América Latina, y nosotros los escritores latinoamericanos, a la hora de sentarnos a escribirlas, en vez de aceptarlas como realidades, entramos a polemizar, a racionalizar diciendo: “Esto no es posible, lo que pasa es que este era un loco”, etcétera. Todos empezamos a dar una serie de explicaciones racionales que falsean la realidad latinoamericana. Yo creo que lo que hay que hacer es asumirla de frente, que es una forma de realidad que puede dar algo nuevo a la literatura universal.

V. LL. Yo pienso que hay una relación curiosa en el apogeo, la actitud ambiciosa, osada, de los novelistas y la situación de crisis de una sociedad. Creo que una sociedad estabilizada, una sociedad más o menos móvil que atraviesa un periodo de bonanza, de gran apaciguamiento interno, estimula mucho menos al escritor que una sociedad que se halla, como la sociedad latinoamericana contemporánea, corroída por crisis internas y de alguna manera cerca del apocalipsis. Es decir, inmersa en un proceso de transformación, de cambio, que nosotros no sabemos adónde nos llevará. Yo creo que estas sociedades que se parecen un poco a los cadáveres son las que excitan más a los escritores, los proveen de temas fascinantes. Pero esto me lleva a hacerte otra pregunta en relación con los novelistas latinoamericanos contemporáneos. Tú decías —y yo creo que es muy exacto— que el público de nuestros países se interesa hoy día por lo que escriben los autores latinoamericanos porque estos autores de alguna manera han dado en el clavo, es decir, les están mostrando sus propias realidades, les están llevando a tomar conciencia de las realidades en que viven. Ahora, es indudable que hay pocas afinidades entre los escritores latinoamericanos. Tú has señalado la diferencia que existe en la obra de dos argentinos: de Cortázar y de Borges, pero las diferencias son mucho mayores, abismales, si comparamos a Borges con un Carpentier, por ejemplo, o a Onetti contigo mismo, o a Lezama Lima con José Donoso; son obras muy distintas desde el punto de vista de las técnicas, del estilo, y también de los contenidos. ¿Tú crees que se puede señalar un denominador común entre todos estos escritores? ¿Cuáles serían las afinidades que hay entre ellos.

G. M. Bueno, yo no sé si sea un poco sofista al decirte que creo que las afinidades de estos escritores están precisamente en sus diferencias. Ahora, me explico: la realidad latinoamericana tiene diferentes aspectos y yo creo que cada uno de nosotros está tratando diferentes aspectos de esa realidad. Es en este sentido que yo creo que lo que estamos haciendo nosotros es una sola novela. Por eso, cuando estoy tratando un cierto aspecto, sé que tú estás tratando otro, que Fuentes está interesado en otro que es totalmente distinto al que tratamos nosotros, pero son aspectos de la realidad latinoamericana; por eso, no creas que es casual cuando encuentras que en Cien años de soledad hay un personaje que va a dar la vuelta al mundo y se encuentra con que pasa el fantasma del barco de Victor Hughes, que es un personaje de Carpentier en El siglo de las luces. Luego, hay otro personaje, el coronel Lorenzo Gavilán, que es un personaje de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes. Hay, además, otro personaje que yo meto en Cien años de soledad. No es un personaje en realidad, sino una referencia: es uno de mis personajes que se fue a París y vivió en un hotel de la Rue Dauphine, en el mismo cuarto donde había de morir Rocamadour, que es un personaje de Cortázar. Hay otra cosa que te quiero decir, y es que estoy absolutamente convencido de que la monja que lleva al último Aureliano en una canastilla es la madre Patrocinio de La casa verde, porque, ¿sabes una cosa?, yo necesitaba un poco más de referencias de este personaje tuyo para saber cómo había podido ir de tu libro al mío, faltaban algunos datos y tú estabas en Buenos Aires, andando por todos lados. El punto adonde quiero llegar es este: la facilidad con que, a pesar de las diferencias que hay entre uno y otro, se puede hacer este juego, pasar los personajes de un lado a otro y que no queden falsos. Es que hay un nivel común, y el día que encontremos cómo expresar ese nivel escribiremos la novela latinoamericana verdadera, la novela total latinoamericana, la que es válida en cualquier país de América Latina a pesar de diferencias políticas, sociales, económicas, históricas…

V. LL. Me parece muy estimulante esa idea tuya. Ahora, en esa novela total, que estarían escribiendo todos los novelistas latinoamericanos, que representaría la realidad total latinoamericana, ¿tú crees que debe también tener cabida de alguna manera esa parte de la realidad que es la irrealidad y en la que se mueve precisamente Borges con gran maestría? ¿Tú no crees que Borges está, de alguna manera, describiendo, mostrando la irrealidad argentina, la irrealidad latinoamericana? ¿Y que esa irrealidad es también una dimensión, un nivel, un estado de esa realidad total que es el dominio de la literatura? Te hago esta pregunta porque yo siempre he tenido problemas para justificar mi admiración por Borges.

G. M. Ah, yo no tengo ningún problema para justificar mi admiración. Le tengo una gran admiración, lo leo todas las noches. Vengo de Buenos Aires con las Obras completas de Borges. Me las llevo en la maleta, las voy a leer todos los días, y es un escritor que detesto… Pero en cambio me encanta el violín que usa para expresar sus cosas. Es decir, lo necesitamos para la exploración del lenguaje, que es otro problema muy serio. Yo creo que la irrealidad en Borges es falsa también; no es la irrealidad de América Latina. Aquí entramos en paradojas: la irrealidad de América Latina es una cosa tan real y cotidiana que está totalmente confundida con lo que se entiende por realidad.

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