Hace exactamente 70 años, el 18 de octubre de 1951, apareció en las librerías de Francia un ensayo que fue como un terremoto: un terremoto cuyas réplicas seguimos recibiendo. Yo he vuelto a leerlo por estos días, en parte por mi vieja vulnerabilidad a los aniversarios, en parte por la intuición molesta de que este libro venido de otros tiempos no ha agotado todavía lo que tiene que decirnos.
Cuando publicó El hombre rebelde, Albert Camus no había cumplido todavía los 38 años, pero ya tenía un lugar de privilegio en la izquierda intelectual francesa. Había militado en la Resistencia desde las páginas de Combat, una publicación clandestina que salió durante 18 meses, cambiando de formato según lo permitían las existencias de papel, y en la cual escribió editoriales arriesgados en el tiempo más peligroso de todos. La publicación de La peste lo había puesto en una posición infrecuente: tenía autoridad moral, sí, pero además era un novelista de éxito, una suerte de celebridad literaria cuyo tiempo quieren todas las instituciones y cuyo apoyo buscan todos los manifiestos. Era un hombre querido y respetado; y sin embargo, pocos días antes de que El hombre rebelde saliera a la calle, mientras comía en el hotel Lutétia, Camus le dijo a su acompañante: “Deme la mano. Dentro de unos días, no habrá muchas personas que me la den”.
Tenía buenas razones para creerlo. En menos de trescientas páginas, su libro se atrevía a condenar varias de las ortodoxias más testarudas de su propio bando, y entre ellas, una en especial: la regla no escrita de que para ser progresista fuera necesario cerrar los ojos ante los horrores del comunismo soviético.
Alrededor del Rey Sol que era Jean-Paul Sartre, en aquel palacio de Versalles que era la revista Les Temps Modernes, se hablaba del gulag en voz baja, como esperando que nadie lo notara, y se consideraba que mencionar los excesos del régimen policial —la tortura y el asesinato, por ejemplo— era lo mismo que sabotear la Revolución. Camus cometía todas esas herejías, y además lo hacía de la peor manera posible, pues su libro no salía de ninguna indignación política, sino de un lugar mucho más amenazante: una preocupación moral. En su segunda página, El hombre rebelde nos echa a la cara esta frase que a mí, viniendo de donde vengo, siempre me ha estremecido: “No sabremos nada mientras no sepamos si tenemos derecho de matar al otro o de consentir que alguien lo mate”.
El hombre rebelde es una puesta en escena de esa duda en la que se juega todo. En una definición que ya forma parte de nuestro inconsciente, Camus se pregunta qué es este hombre rebelde del que se dispone a hablar, y enseguida se contesta: “Es un hombre que dice no”. Es el no del esclavo al opresor, del que sufre la invasión al invasor: del que ya no está dispuesto a soportar más los abusos de otro. ¿En qué momento, se pregunta Camus, este hombre se convierte a su turno en opresor de otro ser humano, en qué momento abusa de él o lo invade, en qué momento le parece tolerable torturarlo o asesinarlo? ¿Cómo ocurre esa perversión, y qué sistema de convicciones —qué absolutismo ideológico— la justifica? Camus, una de las figuras más respetadas de la izquierda, ha puesto en la picota la idea misma de revolución, ha cuestionado la francesa y ha defenestrado la soviética. Y luego ha observado cómo se caía el mundo.
Ver más en El País