Durante décadas, la gráfica de constantes vitales de Nueva York ha sido el horizonte de grúas, con sus pasos suspendidos cual cigüeñas, y la estela de pináculos de cristal y acero que dejaban tras de sí. Esa coreografía aérea fue especialmente visible la década pasada, cuando la Gran Manzana apuró sus penúltimos espacios libres para levantar numerosos rascacielos residenciales; mansiones de lujo entre las nubes para unos pocos elegidos. Como los enterramientos verticales de la novela Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, crecer en altura -como una estratigrafía a la vez social y financiera- era, y es, la única opción posible de medrar de Manhattan, una isla encajonada entre dos ríos.
Pero no es lujo todo lo que reluce, y a uno de esos exponentes del crecimiento vertical, el rascacielos situado en el número 432 de Park Avenue, a un paso de la glamurosa Quinta Avenida y el glorioso Central Park, empiezan a reventársele las costuras un lustro después de su inauguración. Fallos recurrentes en los ascensores y averías del sistema de saneamiento, con millones de dólares gastados en reparar fugas de agua e inundaciones, forman el rosario de quejas que los nada sufridos vecinos del edificio -en su mayoría, inversores extranjeros- desgranan como si fueran las siete plagas de Egipto. Por no hablar de los crujidos de sus muros, chirriantes como la cuaderna de un barco. Los gastos comunes se multiplicaron un 40% en 2019, y los seguros, un 300% en dos años. Jennifer Lopez fue propietaria, pero vendió su apartamento enseguida.
432 Park Avenue fue, hasta hace poco, el inmueble más alto de Manhattan (426 metros), el distrito metonímico por excelencia, pues muchos lo identifican con toda la ciudad cuando es solo el tronco de la Manzana; el lugar más obscenamente caro y también el más cruel, a juzgar por los miles de indigentes que lo habitan. Pero es precisamente la altura, esa apuesta casi contra natura por conquistar el espacio y anclarlo a tierra, lo que explica los defectos de la torre de Park Avenue, según el diario The New York Times. Así se desprende de la primera evaluación de daños, que apunta que algunos de los métodos de construcción y los materiales empleados no reunían las garantías debidas, ni estaban homologados por los últimos protocolos de seguridad para edificios de 300 metros de altura. De ahí el temor de ingenieros y arquitectos a que los fallos estructurales del 432 Park Avenue puedan reproducirse en otras construcciones de la misma época y características.
El sostenido estirón que la Gran Manzana, como un adolescente glotón, lleva dando desde hace más de un siglo no se ha visto frenado por la pandemia. El sector de la construcción es uno de los que mejor han aguantado la crisis y el que ha tirado de la economía estadounidense evitando que colapsara del todo. De la febril actividad dan fe los andamios, el reflejo terrestre de las grúas, sobre todo en el Midtown, la zona que concentra las sedes de negocios y empresas. Por eso ni siquiera la emergencia sanitaria ha impedido la finalización de la archiexclusiva Torre Steinway, en la calle 57, dos al sur de Central Park, y cuyas obras de tanto en tanto sobresaltan a los vecinos por la caída de materiales desde alturas estratosféricas: sustos que a menudo obligan a la policía de Nueva York a acordonar varias manzanas en derredor para evitar daños personales, y a los vecinos, a dar un considerable rodeo para llegar a casa.
Que entre la torre de Park Avenue y la Steinway hay una reñida competición en altura es tan obvio como que todo en Nueva York es puro desafío, y mientras la primera se duele de sus chapuzas la segunda, también de uso residencial, le ha arrebatado el récord, convirtiéndose en la más alta del hemisferio occidental, 30 metros por encima del cinematográfico Empire State.
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