“Esto es como la cueva de las maravillas”, dijo alguien en una de las reuniones en línea que el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación organizó para compartir los avances de la investigación que la semana pasada culminó con la publicación de los Papeles de Pandora. En la pantalla del ordenador asomaban un puñado de caras y muchos cuadraditos negros. Ni siquiera en el espacio virtual de la videollamada cabíamos los 600 periodistas que hemos colaborado en este proyecto. Las pocas personas que sí se veían iban mostrando diferentes partes de su día: mientras Emilia Díaz-Struck, editora de investigación y coordinadora para América Latina del consorcio, daba cuenta de su café de media mañana, en España ya teníamos la digestión hecha. A un compañero de Japón le felicitaron por haber logrado conectarse, allí rondaban la media noche.
En la cueva maravillosa que dio al proyecto su primer nombre en clave —Aladino—, no había diamantes, perlas, rubíes o esmeraldas. Ni siquiera una alfombra mágica. Cuando nos vimos todos en esa reunión online, nuestro equipo de EL PAÍS llevaba ya más de cinco meses metido hasta el cuello en otro tesoro muy distinto: un montón de papeles por leer. 11,9 millones de documentos, para ser exactos, que ocupaban 2,9 Terabytes, el espacio que se necesitaría para almacenar un millón de copias digitales de la Biblia. Actas de constitución, poderes, registros de clientes, conversaciones de correo electrónico, facturas, pasaportes, búsquedas de Google, poderes notariales…
El valor de esta investigación y su potencial impacto sobre la industria de la riqueza oculta contrasta con la pedestre realidad de lo que ha sido trabajar en ella. Nada de periodistas con gabardina ni encuentros clandestinos con fuentes escurridizas. Nos pasábamos las semanas sentados ante la pantalla, a veces en pijama, peinándonos las pestañas con el scroll del ratón: viendo un documento, y otro, y otro, y otro… Y aprendiendo, casi por ósmosis, nuevos detalles sobre las finanzas globales y su derecho mercantil.
El proceso parece aburrido, pero tenía algo adictivo. Como si el buscador fuese una máquina tragaperras. Dar con una mísera pista (un nombre, una dirección, un conocido testaferro) después de tres horas de búsqueda infructuosa nos devolvía las ganas de seguir excavando. Reanudábamos las pesquisas con una sonrisa ufana, confiados en que ahora venía una buena racha.
Cuando nos encontraban la noche y nuestras parejas —ansiosas por cenar— con la nariz pegada a la pantalla, decíamos para nuestros adentros: “Cinco resultados más y paro”. Después revisábamos otros treinta.
Con el paso de los meses construimos nuestra propia base de datos, un pequeño cobertizo adosado a la cueva de las maravillas con los nombres y detalles de las personas que habíamos ido desenterrando. ¿Quién es? ¿Cuál es su proveedor? ¿A qué sociedad está vinculado? ¿Hay algún detalle importante? Las historias más relevantes las compartíamos con el resto de medios del consorcio en su plataforma interna. Funciona como un foro, y es el verdadero cerebro de esta y otras investigaciones del Consorcio. Es el lugar para compartir hallazgos, dudas, reflexiones y donde un reportero estrella de The Washington Post tiene el mismo peso que la única redactora de una página web de Chile. Es donde un periodista suizo puede aportar información local sobre las sociedades del rey Juan Carlos o donde desde España podemos echar una mano para descubrir las propiedades, a nombre de un testaferro, de un ministro serbio, una pieza clave en las historias de los reporteros de ese país.
En México habíamos sumado un equipo a principio de año. Los primeros meses fueron de revisar montañas de documentos hasta dar con los nombres de mexicanos que hubieran recurrido a un paraíso fiscal. Con el equipo local, formado con los colegas de Proceso, Univisión y Quinto Elemento Lab, nos dividimos los 14 despachos. Cada uno estaba encargado de revisar como perro rastrero los documentos del despacho que le tocaba. Nuestro objetivo era anotar cada nombre en una lista, que no se nos pasara nada, ni nadie. Con los nombres en mano fue más fácil repasar documentos y decidir qué historias podían contarse y a cuáles les faltaban datos.
Buscar banqueros mexicanos, funcionarios colombianos y celebridades españolas en los Papeles de Pandora fue tan difícil como hacerlo en la oscuridad de cualquier cueva. Horas y horas probando decenas que combinaciones que pudieran resultar exitosas en un buscador que tenía mucho para dar. Solo necesitabas encontrar el nombre clave. En medio de la investigación nos tocaron las elecciones más grandes de la historia de México, y nos preguntamos si debíamos buscar a cada candidato que fuera por un puesto, pero eran más de 20.000 en todo el país. Decidimos seguir el rastro solamente de aquellos que ganaran, eso reducía nuestra lista y ampliaba nuestra posibilidad de encontrar algo en aquella cueva donde se escondían decenas de personajes políticos.
Unos tres meses antes de la publicación llegó el momento de repasar detenidamente qué casos merecían ser contados. Hemos publicado las historias de los poderosos: de reyes, banqueros, empresarios, presidentes y ministros; pero también hemos visto ciudadanos anónimos: dentistas, bodegueros y cazatalentos. Algunas historias se descartaron por eso, por falta de interés público. En otros casos, sencillamente, no había documentación suficiente como para entender qué estaba ocurriendo.
Las pistas que arrojaba la caja de Pandora eran apenas el primer paso. La investigación nos llevó a bucear en los registros mercantiles de las Islas Vírgenes y Panamá, a revisar planos de pistas de esquí y mansiones en Utah y Colorado, y a abrir los cofres secretos de galerías de arte en Bruselas y Ginebra. Para llegar hasta ahí no tuvimos que tomar ningún avión. Un colega del equipo mexicano lo resumía más o menos así: “Esto se trata más de revisar PDFs en nuestros apartamentos de siempre que de ir a las playas de las Bahamas”. Al escudriñar los paraísos fiscales, las playas de arena rosa nos quedaron muy lejos y los despachos de abogados, demasiado cerca.
Como repetimos en cada pieza, tener sociedades offshore no es ilegal en sí mismo. El problema es el sistema de riqueza paralela que estas sociedades crean y que la industria alrededor mantiene. Para llenar los vacíos entre un papel y un nombre, entre un paraíso fiscal y otro, hablamos con abogados, profesores, investigadores y funcionarios, pedimos los últimos documentos que faltaban en registros de países inhóspitos y, a pocas semanas de publicar, comenzamos a contactar con los implicados.
A pocas semanas de publicar, el Consorcio entró en contacto con las firmas al centro de la filtración. Queríamos su versión y verificar con ellos las señales más claras de algún tipo de comportamiento ilícito por parte suya o de sus clientes. Es el momento más delicado, porque por primera vez alguien ajeno a la investigación llega a conocer, a grandes rasgos, lo que estamos preparando.
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