Me siento mal de dejarla solita en esa esquina”, explicó Quino a la prensa. Acababa de inaugurarse la escultura de Mafalda en San Telmo y su creador no se decidía a irse. Era una mañana fría y lluviosa de agosto, pero lo rodeaba un tumulto de amigos, periodistas, autoridades y vecinos, incluso algunos con carteles que saludaban desde el balcón. Quino parecía emocionado y desconcertado.
A pesar de los numerosos homenajes, reconocimientos, siempre parecía incómodo –aunque seguramente también complacido- con esas expresiones de afecto.
Cuarenta años atrás, nunca hubiera imaginado que volvería a esa esquina porque los vecinos habían pedido (y habían logrado) que “Mafaldita” se quedara para siempre sentada en esa esquina, a las puertas del apartamento en el cual había comenzado su vida con Alicia, su esposa, esa química inteligente, con carácter. Su cabeza estratégica, su compañera por siempre.
Esa mañana de 2009 Mafalda –un personaje con enorme significación dentro y fuera de la Argentina- quedó instalada, tomó cuerpo, simbólicamente, en el centro neurálgico y turístico de la ciudad de Buenos Aires.
Enseguida comenzaron a llegar nuevos pedidos para replicar la estatua, como llegaban constantemente consultas para usar la tira en libros de texto dentro y fuera de la Argentina, en carteles de pequeños negocios, en afiches de organizaciones feministas.
Por supuesto, son muchos más los que sienten que Mafalda y sus personajes les pertenecen. ¿Qué mejor que Mafalda para un libro de recetas de sopas ecuatorianas? ¿Cómo no usarla para reírse de los “bastones de abollar ideologías” enfrentados por los estudiantes chilenos o valencianos? ¿Por qué no darle vida en una obra teatral a las ideas de esa “niña rebelde” en los barrios populares de la ciudad de México?
Un eslabón decisivo en la construcción de esa autonomía se remontaba al día del golpe de estado de Onganía en 1966. Ese día, los lectores del diario El Mundo –donde Quino publicaba la tira- vieron una Mafalda con cara acongojada que lanzaba un cuestionamiento: “Entonces, ESO, que me enseñaron en la escuela”.
La composición contenía un guiño para todos los que sabían –e incluso habían padecido- la “educación democrática” –incorporada por la Revolución Libertadora a los programas escolares- que sus contenidos machaconamente repetidos estaban en las antípodas de la realidad política argentina (con el peronismo proscripto, las constantes presiones y golpes militares, el crescendo de la censura).
En el contexto en el que el golpe de Estado fue seguido por “La noche de los bastones largos” –como denominó a la represión en la UBA un amigo entrañable de Quino, Sergio Morero-, Mafalda, con su rápido rechazo, se convirtió en un emblema antiautoritario: saltó de los cuadros del diario para ser pegado en cuadernos, oficinas, mostradores. Y reproducido por la prensa.
¿Cómo manejar la autonomía de la propia creación? El dilema fue central para Quino. No hay duda de que en muchos momentos él disfrutó esa autonomía. Incluso, la promovió.
Podemos verlo divertido, por ejemplo, caminando por Buenos Aires, haciendo de cuenta que iba de la mano de Mafalda, para las fotos trucadas/animadas que ideó, seguramente igual de divertido, el equipo de arte y fotógrafos de la editorial Abril, poco después de que la historieta aterrizara en la revista “Siete Días”, en la que Mafalda se publicó hasta 1973. Él mismo, en esa época, jugó a darle vida propia a sus personajes.
En las páginas de esa revista hizo de los márgenes pura diversión. Colocó allí unas viñetitas sutiles, diletantes, imprevisibles. Los personajes parecían haberse escapado de las líneas fijas, quedaban fuera de la prisión del cuadro. Con juegos constantes –verdaderas delicias- en esas viñetitas, Mafalda, Susanita, Manolito, desafiaban a Quino: le borraban el título, le sacaban la lengua, desaparecían sin permiso.
Pero la autonomía también fue un problema que seguramente le consumió muchos insomnios a Quino. En los años sesenta había tenido que lidiar con quienes sentían que Mafalda sería suya y que podían darle su impronta o increparle sus posturas de modo furibundo, tildándola de “pequeña burguesa” o, por el contrario, de “subversiva”.
Las discusiones, entendamos, mostraban la importancia política de la historieta. Para muchos lectores –como expresaron en sus cartas- la tira era el mejor editorial político en su momento, como en los años setenta, en cual la ironía podía ser una clave sustantiva para entender el proceso político. Y al mismo tiempo, una ayuda para sostenerse en las conmociones constantes que ésta deparaba.
De hecho, Mafalda estuvo completamente implicada/atravesada en esa coyuntura. Y las apropiaciones de su figura podían volverse atroces como sucedió cuando las fuerzas represivas blandieron el famoso afiche con el “bastón de abollar ideologías” como revancha y amenaza sangrienta y trataron de convertirlo en macabro instrumento de terror. Lo colocaron sobre el cuerpo de Salvador Barbeito, uno de los seis sacerdotes palotinos asesinados el 4 de julio de 1976, como denunció Gabriel Kimel. Era una forma de apropiarse del humor de aquellos que confrontaban con la represión, desde posiciones muy diferentes, de blandirlo en una broma macabra para matar con impunidad. Quino, consultado al respecto, contó que supo mucho tiempo después de este episodio de odiosa revancha.
Mafalda no sólo es la creación más popular de Quino: es única. Sabemos que fue la única tira por él producida y que su estilo se recorta límpido, absolutamente singular, diferente a las extraordinarias hojas de humor que Quino nos regaló durante décadas. Pero Mafalda es única, sobre todo, porque se convirtió en un fenómeno social a escala global. Quien visite la estatua en San Telmo verá que habitualmente se forma una fila. Encontrará personas jóvenes y grandes, argentinos y extranjeros, familias, parejas y turistas.
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