Casi tres décadas ha tardado Aung San Suu Kyi, símbolo de la defensa de la democracia en Asia, en llegar al poder en Myanmar (antigua Birmania). Pero han bastado unos pocos meses para que la actual ministra de Exteriores del país, considerada la líder de facto del primer Gobierno birmano salido de las urnas y constituido en marzo, tenga que hacer frente a los sinsabores de la realpolitik.
La carismática dama, como se la conoce popularmente, es objeto de las críticas, tanto en casa como en el extranjero, por la lentitud en los cambios para avanzar hacia una democracia real y por la forma con la que se están gestionando los conflictos étnicos. El reproche más visible llegó la semana pasada, cuando un grupo de 23 activistas, entre ellos media docena de premios Nobel de la Paz, galardón que la propia Suu Kyi recibió en 1991, firmaron una carta en la que le recriminaron la inacción del Gobierno birmano frente a la “limpieza étnica y los crímenes contra la humanidad” que está sufriendo la minoría musulmana rohinyá, masacrada por el Ejército, sin que se permita el acceso de ayuda humanitaria.
La dirigente política sugirió hace unos meses dejar de utilizar el término rohinyá o bengalí a la hora de referirse a este grupo para, según ella, facilitar una “solución pacífica y sensible a los problemas del país”. Sin embargo, para muchos este gesto muestra que Suu Kyi se ha alineado con la línea dura del nacionalismo budista, que considera que los rohinyá, a pesar de llevar generaciones viviendo en Myanmar, deben seguir siendo tratados como inmigrantes ilegales venidos de Bangladesh y no deben formar parte de las 135 etnias reconocidas en este país de mayoría budista. La actual ministra no se pronunció en mayo de 2015 cuando cientos de ellos se ahogaban en el mar abandonados por las mafias que prometían llevarles a Malasia para huir de la persecución.
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