Una escuela pública de Barcelona ha decidido retirar 200 títulos del catálogo de su biblioteca que considera “tóxicos” porque reproducen patrones sexistas. Entre los textos, un 30% del total, se encuentran cuentos como La bella durmiente o Caperucita Roja. La decisión produce la paradoja melancólica que generan a menudo los censores. Por un lado admira su confianza en el poder de la palabra, en el hechizo de la literatura. Por otro, apena su incapacidad para comprender en qué consiste la lectura y deprime su mentalidad mecanicista, roma y literal. Les fascina el objeto y son incapaces de entenderlo.
La literatura vive de reinterpretaciones, parodias y revisiones. Busca la exactitud en la expresión y la ambigüedad en el significado. Los clásicos (y los cuentos infantiles lo son) son libros que uno no termina nunca de leer, como decía Calvino; son ellos los que nos leen a nosotros. Los cuentos de hadas han inspirado obras maestras de Angela Carter y Cristina Grande, y variaciones de docentes y estudiantes. Esas revisiones operan con los mismos instrumentos —la imaginación, la intuición, el juego— que los cuentos, y emplean como herramienta la estructura, los significados y el carácter totémico de los relatos.
Una sociedad distinta produce imaginarios diferentes. Pero no conviene despreciar esos cuentos. Escribir la gran novela americana está al alcance de cualquiera que no tenga nada mejor que hacer; inventar Caperucita Roja es otra cosa. Puede que su supervivencia, en variantes, a través de siglos y culturas, se deba a azares e injusticias, pero quizá tenga que ver también con que esos relatos cuentan algo del ser humano. Tienen componentes más profundos que una ortodoxia pedagógica tan intransigente como voluble.
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