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El trasatlántico holandés T.S.S. Statendam llegó a la bahía de Nueva York el 10 de octubre de 1938, diez días después de su salida de Southampton. Hermann Broch bajó a tierra como si se librara de la cárcel, y fue inevitable recordar los días de septiembre de 1907, el asombro ante la vida neoyorkina: el comercio, las fábricas, los paseos. Caminaba de prisa, no obstante sus dos maletas. En las calles próximas a los muelles olió las castañas, los alimentos, las mercancías recién desembarcadas. En la cartera llevaba trescientos dólares; en la memoria, la imagen de su madre y de Ea von Allesch. El mismo día de su arribo se dirigió al National Bank of New York y abrió una cuenta a su nombre. Al mediodía visitó la American Guild for German Cultura Freedom, la fundación que le había otorgado una pequeña beca, y Richard A. Bermann, su director, lo invitó a comer. Los empleados de la Fundación eran gente encantadora: amables, francos, sencillos, serviciales. A la comida llegó Erich Von Kahler, un vienés exiliado, quien sería su mejor amigo en los Estados Unidos.

Broch se dio cuenta de que el profesor Von Kahler era un individuo de una inteligencia y un corazón excepcionales. Por la tarde fue a una cita con Albert Einstein en Princeton. Hablaron dos o tres horas sobre la situación política en Alemania. Broch le agradeció el dictamen para el visado y, al anochecer, regresó a Nueva York. Al otro día compró ropa adecuada para el invierno, comió con von Kahler y alquiló un cuarto en una casa de huéspedes, muy cerca de la Universidad de Columbia. Los primeros seis meses no fueron difíciles.

A principios de 1937, Hermann Broch terminó «El regreso de Virgilio», un relato escrito para el programa cultural de la Radio de Viena. Los siguientes nueve meses había trabajado en el texto y, en la cárcel de Bad Aussee, concluyó La narración de la muerte, la última parte de la historia. Al abandonar Viena tenía cuatro versiones distintas. Sin darse cuenta, estaba embarcado en un proyecto que le llevaría siete años. La muerte de Virgilio describe las últimas dieciocho horas del romano: desde la llegada al puerto de Brindisi hasta su muerte en el palacio de César Augusto. Hermann Broch se sirvió de una leyenda encontrada en un ejemplar de la Eneida a fines del siglo XVII, según la cual Virgilio quiso destruir su obra. La novela, escrita en tercera persona, es un monólogo. A lo largo de sus páginas, prosa y verso se alternan hasta confundirse. Este monólogo no es el de James Joyce, ni el de Proust o el de Thomas Mann. La épica conoció sólo el más amusical de todos los recursos: el argumento. Por el contrario, la lírica estuvo siempre llena de elementos musicales, y precisamente éste es su fundamento. Si se toma la novela de 550 páginas como un poema, advertiremos que fue compuesta de acuerdo a los principios de un cuarteto o, más exactamente, de una sinfonía, como lo viene a corroborar la distribución, de modo natural, en cuatro partes: agua, fuego, tierra y éter.

La muerte de Virgilio es un libro sobre la muerte pero por lo mismo es un libro sobre la vida. Virgilio vivió en un tiempo que, en muchos aspectos, podía compararse al de Broch. «Un tiempo lleno de sangre, horror y muerte. Un tiempo de conquistas -como decía Kahler-, transformaciones, luchas y comienzos». La hazaña individual de escribir la Eneida significó también asumir el trabajo de toda la sociedad. Sin embargo, lo asume contra el poder político y se destruye a sí mismo. Virgilio agoniza entre dudas e incertidumbres. César Augusto, que no entiende lo que pasa, reclama: «Oyeme, Virgilio, óyeme, yo soy tu amigo y además conozco tu obra. La Eneida es el más noble de los conocimientos. En ella se encuentra toda Roma y tu recoges sus dioses, sus guerreros y sus campesinos. Sabes de su gloria y de su piedad. Haces tuyo el espacio romano como antes hiciste tuya la edad romana, que llega hasta nuestros antepasados los troyanos. Todo lo has retenido… ¿No te basta?

«-¿Retener?… Oh, sí, retener… quise atrapar todo, lo que ocurrió y lo que ocurre… No pude lograrlo.

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