Sabemos que Leonardo da Vinci estaba muy interesado en la botánica y la anatomía humana.
Hay numerosos documentos que reflejan sus investigaciones sobre el vuelo, las máquinas de guerra y el flujo de agua.
Conocemos sus habilidades como pintor e incluso su reputación de dejar proyectos sin terminar.
Pero, ¿qué sabemos del hombre, de sus pasiones, de sus amores?
Leonardo no dejó nada que pudiera leerse directamente como un diario.
Su interés estaba en el mundo externo, más que en el interno.
Sin embargo, los escritores, desde el biógrafo del siglo XVI Giorgio Vasari hasta el psicoanalista Sigmund Freud, han recorrido las miles de páginas de notas escritas que dejó Leonardo en busca de pistas.
Quinientos años después de su muerte, con exposiciones en toda Europa que celebran su arte, ingeniería, ciencia y sus ideas, una nueva ópera descubre un lado más privado del maestro del Renacimiento.
El trabajo del compositor Alex Mills y el guionista Brian Mullin, Leonardo, se centra en la relación entre el gran artista y dos de sus asistentes.
Muy distintos
Gian Giacomo Caprotti, al que Da Vinci llamaba Salaí (es decir, “pequeño diablo”), era un niño pobre que ingresó al taller a los 10 años, en 1490. Entonces el maestro tenía poco más de 30 años.
El niño inmediatamente empezó a ser conocido como un pícaro.
Mullin encontró en documentos frecuentes referencias a Salaí robándole a Leonardo y a sus invitados, o comiendo más de lo que su maestro pensaba que era respetable.
“Él [era] un joven muchacho de clase trabajadora y evidentemente muy difícil de manejar, pero terminó quedándose con Leonardo durante 25 años”, dice Mullin.
Por su parte, Francesco Melzi entró en la vida de Leonardo en torno al 1505.
Este joven, por el contrario, era de una noble familia milanesa y tuvo en el taller un papel parecido al de un secretario privado.
Él y Leonardo desarrollaron una relación que Mills y Mullin comparan con la de un padre y su hijo.
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