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Noam Chomsky (Filadelfia, 1928) hace tiempo que superó las barreras de la vanidad. No habla de su vida privada, no usa móvil y en un tiempo donde abunda lo líquido y hasta lo gaseoso, él representa lo sólido. Fue detenido por oponerse a la guerra de Vietnam, figuró en la lista negra de Richard Nixon, apoyó la publicación de los papeles del Pentágono y denunció la guerra sucia de Ronald Reagan. A lo largo de 60 años no hay lucha que se le haya escapado. Igual defiende la causa kurda que el combate contra el cambio climático. Tan pronto aparece en una manifestación de Occupy Movement como respalda a los inmigrantes sin papeles. Inmerso en la agitación permanente, el joven que en los años cincuenta deslumbró al mundo con la gramática generativa y sus universales, lejos de dormirse en las glorias del filósofo, optó por el movimiento continuo. No importó que le acusasen de antiamericano o extremista. Él siempre ha seguido adelante, con las botas puestas, enfrentándose a los demonios del capitalismo. Ya sean los grandes bancos, los conglomerados militares o Donald Trump. Incombustible, su última obra lo vuelve a confirmar. En Réquiem por el sueño americano (editorial Sexto Piso) vuelca a la letra impresa las tesis expuestas en el documental del mismo título y denuncia la obscena concentración de riqueza y poder que exhiben las democracias occidentales. El resultado son 168 páginas de Chomsky en estado puro. Vibrante y claro. Listo para el ataque.

—¿Se considera un radical?

—Todos nos consideramos a nosotros mismos moderados y razonables.

—Pues defínase ideológicamente.

—Creo que toda autoridad tiene que justificarse. Que toda jerarquía es ilegítima hasta que no demuestre lo contrario. A veces, puede justificarse, pero la mayoría de las veces no. Y eso…, eso es anarquismo.

Una luz seca envuelve a Chomsky. Después de 60 años dando lecciones en el Massachusetts Institute of Tech­nology (MIT), el profesor se ha venido a vivir a los confines del desierto de Sonora. En Tucson, a más de 4.200 kilómetros de Boston, ha abierto casa y estrenado despacho en el Departamento de Lingüística de la Universidad de Arizona. El centro es uno de los pocos puntos verdes de la abrasada ciudad. Fresnos, sauces, palmeras y nogales crecen en torno a un edificio de ladrillo rojo de 1904 donde todo queda pequeño, pero todo resulta acogedor. Por las paredes hay fotos de alumnos sonrientes, mapas de las poblaciones indígenas, estudios de fonética, carteles de actos culturales y, al fondo del pasillo, a mano derecha, el despacho del mayor lingüista vivo.

Más información: http://bit.ly/2PqChGT

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