Hay asuntos que queman tanto que hasta opinar sobre ellos se convierte en un problema, en un riesgo para quien se atreve. Es lo que está sucediendo con el caso Harvey Weinstein y sus derivaciones. Claro que, al mismo tiempo, se exige que, en su ámbito cinematográfico, todo el mundo se pronuncie y lo llame “cerdo” como mínimo, porque quien se abstenga pasará a ser automáticamente sospechoso de connivencia con sus presuntas violaciones y abusos. (Obsérvese que lo de “presunto”, que anteponemos hasta al terrorista que ha matado a un montón de personas ante un montón de testigos, no suele brindársele a ese productor de cine.)
Ya sé que la cara no es el espejo del alma y que a nadie debemos juzgarlo por su físico. Pero todos lo hacemos en nuestro fuero interno: nos sirve de protección y guía, aunque en modo alguno sea ésta infalible. Pero qué quieren: hay rostros y miradas que nos inspiran confianza o desconfianza, y los hay que intentan inspirar lo primero y no logran convencernos. Era imposible, por ejemplo, creerse una sola lágrima de las que vertió la diputada Marta Rovira hace un par de semanas, cuando repitió nada menos que cuatro veces —“hasta el final, hasta el final, hasta el final, aún no he acabado, aún no he acabado” (intercaló autoritaria al oír aplausos), “hasta el final”—… Eso, que lucharían hasta el final tras la encarcelación de los miembros de su Govern.
La cara de Weinstein siempre me ha resultado desagradable, cuando se la he visto en televisión o prensa. Personalmente, me habría fiado tan poco de él como de Correa o El Bigotes o Jordi Cuixart, por poner ejemplos nacionales. Con todos ellos, claro está, podría haberme equivocado. Todos podrían haber resultado ser individuos rectos y justos. Pero no habría hecho negocios con ellos. Y creo que, de haber sido mujer y actriz o aspirante a lo segundo, habría procurado no quedarme a solas con Weinstein, exactamente igual que con Trump. Weinstein además es muy feo, o así lo veo yo; y feo sin atractivo (hay algunos que lo tienen). Así que parece improbable que una mujer desee acostarse con él. Pero es o era un hombre muy poderoso, en un medio en el que abundan las muchachas lindas. No me extrañaría nada, así pues, que hubiera incurrido en una de las mayores vilezas (no por antigua y frecuente es menor) que se pueden cometer: valerse de una posición de dominio para obtener gratificaciones sexuales, por la fuerza o mediante el chantaje. Pero obviamente no me consta que lo haya hecho, por lo general en un sofá o en una habitación de hotel sólo suelen estar los implicados.
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