Jamás llovió tanto en Buenos Aires como este fin de semana. Es bueno para las vacas y para el campo, y por tanto sería en otro tiempo una bendición para La Rural, el vasto predio en el que se celebra la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, la mayor de nuestra lengua después del exceso glorioso de la FIL (Guadalajara, México). Pero ni la lluvia (“Llueve más que en Macondo”, dijo Jorge Fernández Díaz, autor de La herida, best seller de la Feria) hace sufrir a esta fiesta que tampoco la dictadura, de crueldad infinita también para los libros, pudo interrumpir con su ruido de sables, tiros, rayos y truenos. El temporal, con libros, es un gozo, dice Oche Califa, el director institucional del evento, a cuyo frente lleva cuatro años.
Lo que sorprende no es esta lluvia ruidosa bajo la cual siguen entrando (un millón o más habrá en los veinte días de esta 44 edición) lectores que por miles asisten a conversaciones o conferencias en las que coexisten el sudafricano J. M. Coetzee con el peruano Mario Vargas Llosa, los estadounidenses Paul Auster y Richard Ford, el español Arturo Pérez-Reverte o la francesa Yasmina Reza, los argentinos Fernández Díaz, Claudia Piñeiro o Eduardo Sacheri. Lo que sigue sorprendiendo es cómo, “a esta esquina del mundo”, dice Califa, viene tanta gente, en viajes de tantas horas, para hablar de sus libros, para someterse a largas colas y a actividades sin fin. Él dice que la clave es Buenos Aires. El cosmopolitismo que emana la tradición literaria de la ciudad de Jorge Luis Borges y que es un imán para los escritores y para los libros. Claudia Piñeiro, la autora de La viuda de los jueves, novelista que además abrió la feria con un vibrante discurso que venció el ruido de la protesta por acciones de gobierno, sitúa ese imán en metáforas de otro tiempo:
–Creo que hay una tradición de Buenos Aires recibiendo autores extranjeros. Desde Lorca a Gombrowicz hay una tradición de ciudad que acoge escritores que huyen de algún mal.
También están pegados a ese imán, dice, “los que vinieron a reunirse con Victoria Ocampo y sus amigos”. Ciudad abierta, en la que “sabemos ser muy duros con nosotros mismos, pero esa tradición de recibir y aprender del escritor que viene de una realidad lejana es uno de los valores de los que nos podemos enorgullecer. Que sea un editor de Buenos Aires quien decidió editar por primera vez Cien años de soledad escrita por un paupérrimo García Márquez que juntaba las monedas para el envío del original por correo, se inserta en la misma tradición”.
El secreto está también, lo corrobora Califa, en una conjunción no obligada pero real: entidades oficiales, estatales o de la ciudad, el Museo del Libro, los editores, los libreros, la Biblioteca Nacional (que fue de Borges, que hoy dirige Alberto Manguel) contribuyen a que esos viajes de autores extranjeros a Buenos Aires tengan aquí público abundante y un eco generoso que convierte a esta ciudad en un jolgorio de letras. “No hay más plata”, dice Piñeiro, “pero sí más fundaciones o editoriales o promotores culturales o embajadas dispuestas a sumar esfuerzos para concretar esos viajes”. Y vienen. Paul Auster estaba tan contento de venir que se pasó algunos ratos besando gente a la que conoció y en la que vio la alegría de ser leído.
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