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viernes 08 noviembre 2024

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por etcétera

Sólo de manera fugaz y coyuntural es el nacionalismo una ideología progresista. Ocurre cuando prende en los países colonizados por una potencia imperial, que explota y discrimina a los nativos, y anima a éstos a defender su lengua, sus usos y costumbres, sus creencias, impregnándolos de una “conciencia nacional”. Este tipo de nacionalismo ha ido decreciendo con la descolonización y convirtiéndose en la ideología ultrarreaccionaria con que sátrapas sanguinarios como Mobutu en el ex-Congo belga y el Mugabe de la excolonia británica Zimbabue se eternizaron en el poder, saquearon sus países y los bañaron de sangre y cadáveres.

Todas las dictaduras que ha padecido América Latina, de izquierda como las de Fidel Castro, Hugo Chávez y Velasco Alvarado, y de derecha como Pinochet, Aramburu y Fujimori han pretendido justificarse con argumentos nacionalistas. Y, lo más grave, han conseguido muchas veces enajenar con el patrioterismo cirquero y sentimental de la banderita, el himno y la proclama que derrochan a manos llenas, a sectores importantes de la población. Eso explica lo inexplicable: que tantos tiranuelos despreciables y cleptómanos sean “populares”.

El nacionalismo es una perversión ideológica muy extendida, porque apela a instintos profundamente arraigados en los seres humanos, como el temor a lo distinto y a lo nuevo, el miedo y el odio al otro, al que adora otros dioses, habla otra lengua y practica otras costumbres, instintos —de más está decirlo— absolutamente reñidos con la civilización. Por eso, el nacionalismo en nuestros días es ya sólo una ideología reaccionaria, antihistórica, racista, enemiga del progreso, la democracia y la libertad.

Por fortuna quedan pocas colonias en el mundo y desde luego que Cataluña, donde el virus nacionalista ha prendido con fuerza, jamás lo fue. Pero eso no importa nada. El nacionalismo es una ficción ideológica y como tal puede permitirse todas las tergiversaciones históricas que haga falta.

Más información en: https://elpais.com/elpais/2017/12/16/opinion/1513429479_330335.html

 

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