Los ojos del mundo estaban puestos este martes en Cataluña y, por encima de todo, en el hombre que unió su destino personal a la causa de separar a esta próspera región del resto de España.
La presión sobre el presidente catalán, Carles Puigdemont, era enorme: por un lado el gobierno español le exigía “volver a la legalidad”, dar un paso atrás y no declarar la independencia tras meses de tensiones y enfrentamientos.
Por otro, los sectores más duros del independentismo le reclamaban una declaración unilateral con efectos inmediatos.
Tras una jornada frenética, Puigdemont anunció ante el Parlamento autonómico de Cataluña que “asume” el mandato del pueblo catalán para constituirse en un Estado independiente y pidió a los diputados que suspendieran los efectos de la declaración de independencia.
Lo hizo, dijo, como un “gesto de responsabilidad y generosidad” para volver a “extender la mano al diálogo”.
Pero la ambigüedad de sus palabras hizo surgir dudas acerca del alcance de lo que había dicho: ¿”asumir el mandato” era declarar la independencia y luego pidió su suspensión o directamente había solicitado la suspensión del proceso de declaración de independencia, sin proclamarla?
En cualquier caso, el anuncio fue recibido con críticas desde Madrid y los partidarios de la unidad de España y también con rechazo e incluso algún llanto entre los manifestantes independentistas que se reunieron en las inmediaciones de un parlamento.
Además, posteriormente, en un giro sorprendente, los 72 diputados de las fuerzas independentistas (de un total de 135) firmaron un documento en el que declaraban la constitución de una “república catalana, como estado independiente y soberano, de derecho, democrático y social”.
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