La niña llora en la cuna y la madre le canta para consolarla. Tiene apenas tres meses de nacida y se llama Michelle, como la esposa de Barack Obama. Esta pequeña habanera, que todavía lacta y duerme la mayor parte del día, vino al mundo después del armisticio: es hija de la tregua entre los Gobiernos de Cuba y de Estados Unidos. Una criatura sin fobias ideológicas ni odios en su horizonte.
En los libros de historia que leerán los contemporáneos de Michelle, estos meses posteriores al 17 de diciembre de 2014 quedarán en unas pocas líneas. En esos resúmenes hechos a posteriori primará el tono optimista, como si toda la Isla, varada por décadas a un lado de la carretera, hubiera retomado desde ese momento el rumbo, puesto el pie en el acelerador y recuperado el tiempo perdido. Pero, para muchos, vivir la reconciliación es menos heroico y grandilocuente que protagonizar una batalla.
El proceso que los analistas compararán un día con la caída del muro de Berlín y quizás definan con nombres rimbombantes como el fin del telón de azúcar, la muerte de la Revolución o el momento en que estalló la paz, pierde ahora brillo, enfrentado a la desgastante cotidianidad. La tregua, eso sí, apaciguó el ruido de las consignas y ha permitido que se escuche el persistente zumbido de las carencias y de la falta de libertad.
Aquella jornada en que los presidentes de Cuba y de Estados Unidos anunciaron el comienzo de la normalización de relaciones ha quedado ubicada cual punto en el pasado. Será referencia para historiadores y analistas, pero significa poco para quienes se enfrentan a la decisión de pasar el resto de la vida a la espera de que "esto se arregle" u optar por la escapada hacia cualquier confín del mundo.