Siguen los rumores sobre la precaria salud del líder supremo del país, a quien muchos de sus gobernados consideran un ser semidivino. Desde hace meses se especula fuertemente sobre su enfermedad, y ello porque se trata de un gobierno totalitario muy poco aficionado a informar a la población. No lo hace sobre los asuntos de interés público concernientes al devenir de la nación, menos tratándose de un asunto tan delicado como es la salud del sátrapa. Y cuando un gobierno es opaco, inevitablemente los chismes maliciosos corren como el viento. Bueno sería que las autoridades informaran puntual y oportunamente sobre la salud del mandatario, tal y como ha sucedido en casos similares en otros países recientemente, y no tener a los ciudadanos adivinando. Quienes siendo responsable de un país mal informan y tergiversan son los principales responsables de la divulgación de rumores perversos. Información oportuna y pertinente es característica de un buen gobierno; la opacidad, de uno malo, y esto último es el caso… del régimen comunista de Corea del Norte, el cual no ha proporcionado noticias fidedignas sobre el paradero y estado de salud del dictador Kim Jong-un.
Mucho se ha especulado sobre las formas como una mala salud física puede afectar la capacidad de gobierno y toma de decisiones de los jefes de Estado. Hay quienes dicen que algunas enfermedades de líderes pudieron haber cambiado la historia. Y en esta ocasión no me refiero a enfermedades mentales como la histeria, paranoia o megalomanía, tan presentes en ingente cantidad de dictadores. Mucho menos aludo a la estupidez, padecimiento tan común en los gobernantes… y tan contagioso. Sino me refiero a la enfermedad física. Dicen que la vitamina “P” (de Poder) es capaz de rejuvenecer a la persona más feble. Recuérdese aquello que decía el ex primer ministro italiano, Giulio Andreotti, “el poder desgasta, pero desgasta mucho más el no tenerlo”, cita -por cierto- mal atribuida a aquella deficiente película de “El Padrino III”. Algo debió haber sabido Andreotti, quien ocupo la jefatura de gobierno de su país siete veces y murió a los 94 años. Pero el poder no a todos sana. Hay conspicuos casos de estadistas cuyas enfermedades físicas condicionaron sus decisiones y actitudes.
El emperador Julio César padecía de epilepsia. En alguna ocasión cuando sus legiones se disponían a acometer contra los restos del ejército de Pompeyo en la batalla de Tapso, repentinamente César cayó al suelo y, arrebatado en convulsiones, se desvaneció. En aquellos tiempos la epilepsia estaba envuelta en un aura de divinidad, pero fue minando la voluntad del guerrero. Hacia el fin de su vida la epilepsia le provocó depresión. Su voluntad de poderío, antes implacable, fue menguando. De esta condición era víctima cuando se entregó a los puñales de sus asesinos. ¡Cuídate de los Idus de marzo!, le advirtieron. No lo hizo. De joven, Enrique VIII era un muchacho alegre, guapo, juguetón, amante de la música y las artes. Despertó grandes esperanzas al comenzar su reinado, pero luego cambió radicalmente. Se convirtió en un cruel tirano obeso y deforme. A los pocos años de llegar al trono comenzaron a rodar cabezas: Thomas Moore, Thomas Cromwell, dos de sus esposas, y muchas víctimas más. El monarca tenía el síndrome de McLeod, un trastorno que paulatinamente debilita los músculos y produce deterioro cognitivo y demencia.
Sin duda, el principal estudio sobre enfermedad y poder es el de David Owen, neurólogo que estuvo cerca de muchos gobernantes y escribió su libro En el Poder y en la Enfermedad, donde repasa la influencia de enfermedades y depresiones en las decisiones de los líderes. Mucho habla Owen del caso de Woodrow Wilson, quien resintió graves deterioros de salud durante su presidencia. Encabezó Wilson los esfuerzos bélicos estadounidenses durante la primera guerra mundial y durante esta etapa se volvió cada vez más egocéntrico y receloso. Durante la Conferencia de París de 1919, que concluyó con la firma de los Tratados de Versalles, las intervenciones de Wilson adoptaban tonos cada vez más mesiánicos. “Se comportaba como un iluminado”, nos dice la historiadora Margaret Macmillan en su genial libro Paris 1919: seis meses que cambiaron al mundo. El primer ministro francés de la época (también médico) Georges Clemeanceu decía que su colega norteamericano parecía tener una especie de “neurosis religiosa”. Poco después Wilson tuvo un ictus que paralizó su hemisferio derecho. Su mujer Edith asumió, en la sombra, las riendas del gobierno. ¿Otros casos? El mal de Addison del presidente Kennedy, el cáncer de Eva Perón, el cáncer de François Mitterrand, etc.
La salud física puede afectar en diverso grado las decisiones de los líderes pero, a final de cuentas, lo primordial en ellos es el estado de la mente. No hay nada más peligroso que un loco en el poder. Paranoia, esquizofrenia, megalomanía, como ya lo comentamos la lista es interminable. El profesor de psiquiatría de la Universidad de Duke, Jonathan Davidson, definió, junto a David Owen, lo que llamaron el síndrome de Hybris: estados de euforia, irritabilidad, poco sueño, exceso de autoconfianza, negación de la realidad, distracción y otros que acaban haciendo que los políticos sin atender ningún consejo y de forma narcisista. ¡Vaya amenaza! Tanto es así que sobra quienes proponen obligar a los políticos a someterse a test psicológicos periódicamente. No es una mala idea.
Con lo que respecta con la enfermedad de nuestro Peje, contagiado de Covid, muy deseable sería que las autoridades responsables informaran a la población puntual, verídica y periódicamente sobre el estado de salud del jefe del Estado mexicano. El presidente no debe jugar a ser una especie de “Kim Jong-un” de Petatiux (ya de por sí Kim Jong-un es de Petatiux). Informar responsablemente es la única forma de combatir de manera eficaz la propalación de chismes maliciosos y desestabilizadores. Ojalá empiecen a hacerlo, ¡ya!