Si en algo ha sido consistente la acción de gobierno, y sumamente eficaz, ha sido en la concentración del poder en la presidencia —en desmedro de todos los demás poderes, y de los otros niveles de gobierno. Y seguramente, aparte de que haya escaramuzas, es la opción que prefiere buena parte de la clase política, y no pocos empresarios, sindicalistas: un presidente todopoderoso que reduzca la incertidumbre, y que abra una vía clara para hacer carrera. Porque a falta de eso, hay que andar a codazos, sin seguridad de nada.
El problema es que la concentración del poder se ha conseguido mediante la desinstitucionalización, y eso hace que sea precaria, contingente y casi exclusivamente personal, y por tanto imposible de transferir. El poder del presidente no lo va a heredar nadie. Es verdad que la oposición no existe, y lo probable es que decaiga todavía más, pero el partido oficial no es nada: es una empresa de aluvión, que no tiene programa ni representa nada coherente. Sin un partido que garantice la disciplina, la subordinación del Congreso depende de cálculos de muy corto plazo.
Otra pieza clave es la politización de los mercados, y es igualmente problemática. Para empezar, está todavía limitada por la vigencia del tratado de libre comercio, y ni siquiera en la economía informal permite arreglos estables. Donde se ha iniciado, donde se ha intentado: en el mercado energético, en la obra civil, en las comunicaciones, la politización es resultado de la desaparición o la neutralización de los órganos autónomos, y eso al final significa dejar que los grandes intereses se enfrenten sin mediaciones o que compitan de cualquier manera por el favor presidencial. No promete un horizonte de estabilidad.
La agresiva centralización de la política de seguridad es la clave de bóveda del nuevo poder presidencial. Indica sin lugar a dudas la desarticulación del régimen territorial, pero no permite imaginar una alternativa. El mercado de la seguridad, entre el negocio y la extorsión, de fuerzas públicas, privadas, informales, ilegales y criminales depende de arreglos locales que no son confiables para nadie, que no pueden ser duraderos y que conducen a una guerra de desgaste contra las fuerzas federales.
En conjunto, la obra de destrucción institucional ha aumentado el margen de acción arbitraria del jefe del ejecutivo, pero no ha aumentado su capacidad técnica, política, administrativa. Es decir, que el presidente podría hacer muchas cosas… si pudiera. Por eso se ha cedido ese margen de acción al ejército, que tiene cada vez más atribuciones, más presupuesto, más presencia, y es cada vez más una fuerza política cuya disciplina futura no es más que una hipótesis.
Si hay elecciones en 2024, la herencia será un sistema de fuerzas centrífugas que no promete estabilidad. Y si no las hay, será lo mismo o un poco peor.
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