La primera vez que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), cobró venganza contra un periodista crítico e hizo pública presunta información privada de este, la sociedad armó un escándalo de talla internacional. Ya no. Las venganzas del presidente contra quienes lo denuncien o exhiban están totalmente normalizadas en el país.
El primer caso, desatado en febrero de este año, fue contra mí. En el programa a mi cargo en Latinus revelamos la súbita e inexplicable riqueza del hijo de AMLO, José Ramón López Beltrán, cristalizada en una lujosa vivienda en Houston, Texas, que se popularizó con el nombre de la “Casa gris”. El reportaje puso en entredicho la supuesta lucha anticorrupción del presidente y su cruzada por la austeridad.
La respuesta presidencial rebasó todos los límites: en su conferencia hizo públicos los que, dijo, eran mis ingresos. Se generó una indignación nacional que fue noticia mundial. El presidente no se detuvo. Por el contrario, por dosis cada dos o tres días, fue revelando datos que deberían ser resguardados por el Estado: la dirección del departamento donde vivo, fotografías del edificio, la casa de mi suegro, los lugares donde viven mis cuñadas y una factura con mis datos fiscales.
Para cuando presentó en Palacio Nacional las imágenes tomadas con un dron de la casa de campo familiar, anunciadas y distribuidas con información falsa, ya nadie se escandalizó. El ataque se había normalizado.
El presidente no ha podido desmentir un renglón de nuestras investigaciones. Ni de la casa de su hijo, ni de los videos de sus hermanos recibiendo dinero clandestinamente, ni ningún otro reportaje presentado por mi equipo. En cambio, en los últimos tres meses me ha calumniado, ha mentido abiertamente sobre mí y sobre lo que tengo, ha utilizado adjetivos despectivos, puesto en tela de juicio mi trabajo y cuestionado mi honorabilidad. Incapaz de desmentir el mensaje, busca descalificar al mensajero.
El presidente no esconde que se trate de una venganza. El 15 de marzo declaró abiertamente: “Si no salieran a atacarnos con estos reportajes, pues no estaríamos hablando aquí de esta y mucha gente, muchísima, millones, se quedarían con la idea de que el periodismo es como el castillo de la pureza”.
La narrativa de López Obrador es sencilla: cómo el periodista ha tenido éxito económico, es corrupto y no puede cuestionar que su hijo viva como millonario. Mi respuesta desde un inicio ha sido clara: más allá de que el presidente haya inflado mi patrimonio con fines propagandísticos, el público ha conocido mi trabajo durante más de 20 años en espacios periodísticos de televisión, radio, internet y prensa escrita que han tenido extraordinarios niveles de audiencia. Al hijo del presidente no se le conoce empleo y se promocionaba como un clasemediero cualquiera durante la campaña que llevó a su papá al poder. Su riqueza súbita nadie se la explica.
El método de venganza que López Obrador estrenó conmigo se ha extendido a más periodistas críticos. El martes 17 en la conferencia, la jefa de gobierno de la Ciudad de México, a quien candidatea para sucederlo en el poder, presumió que la capital mexicana era más segura que Nueva York. Casi de inmediato, el periodista Jorge Ramos desmintió este tramposo dato con información oficial. ¿Qué hizo el presidente? Revelar los supuestos millonarios ingresos de Ramos con la misma narrativa: si Ramos gana tanto es porque responde a intereses oscuros. No reparó en que se trata de uno de los periodistas de habla hispana más influyentes, quien lleva años dominando los índices de la nutrida audiencia hispana en Estados Unidos. De paso, el mandatario amenazó con seguir la misma ruta contra varios más, destacadamente contra León Krauze, también reconocido periodista de medios electrónicos de comunicación y columnista de The Washington Post.
No hubo escándalo por Ramos ni por Krauze. No se despertó la indignación social inicial. Las agresiones del presidente a la prensa están normalizadas, tanto, que el mandatario tiene el descaro de decir tras estos ataques: “Ya no es tan fácil que un periodista famoso se lance porque le va como en feria, o sea, tienen que medirse, tienen que autolimitarse”.
“Le va como en feria” es una manera muy mexicana de decir que “le va mal”. La regla del autócrata está clara: si dices algo negativo sobre mí, te va mal. Esto incluye la divulgación de información privada que en un país con los niveles de delincuencia que tiene México pone a los periodistas a merced del crimen organizado. Una persecución de Estado normalizada.
Este método de AMLO es una muestra más de cómo el Estado está secuestrado por un agresor que se ha acostumbrado a violar la ley en cadena nacional y que, cómo todo abusador, desafía sus propias fronteras día con día, dejando en evidencia que en este gobierno no hay contención. Su equipo no solo no lo limita, sino que ahora lo imita. Ya es común que funcionarios obradoristas de todos los niveles utilicen el insulto personal contra los comunicadores que los cuestionan, incapaces de desmentir sus publicaciones.
Si bien con el gremio periodístico ha alcanzado niveles insospechados de agresión, el presidente se ha comportado similarmente con otros sectores sociales: ambientalistas, feministas, médicos, padres de niños con cáncer, científicos, cineastas, políticos de oposición, empresarios. La lista no deja de crecer y con el sexenio en el ocaso, es previsible que se radicalice aún más. Conforme avanza su administración, AMLO ha descubierto cada vez más conveniente utilizar su palabra para descalificar y desviar la atención de los temas que no quiere que se aborden. Con su discurso, legitima cualquier ataque que pueda recibir a quien el mandatario considere un adversario: se lo tienen bien ganado por supuestamente ser ricos corruptos que viven de dinero robado al pueblo. Es un líder nato, su palabra pesa y por ello es corresponsable de lo que su discurso de odio pueda desatar.
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