Dice el presidente Andrés Manuel López Obrador que no propuso una nueva Constitución después de su triunfo de 2018, pues eso hubiera “confrontado y desgastado” a su administración.
Asegura que la política es optar entre inconvenientes y que prefirió ir por reformas en diversos temas y no por una nueva Carta Magna.
Ése fue, quizás, uno de los primeros grandes errores de su administración: rehuir a la posibilidad de fincar “la cuarta transformación” en un nuevo pacto constitucional.
López Obrador se propuso -así lo prometió y así lo pregona aún- hacer un cambio de régimen en México, pero prefirió caminar a trompicones sobre las normas e instituciones existentes, en lugar de convocar a una reforma política e institucional de gran calado.
El presidente prefirió invertir su enorme capital político, su indudable legitimidad democrática, sus 30.1 millones de votos, en deshacer reformas anteriores -como la educativa- que en construir nuevos acuerdos; optó por confrontar y no por dialogar, negociar y reconciliar.
Un hombre que se jacta de nunca haberse sentado a dialogar con la oposición, en ya más de tres años de gobierno; un presidente que desprecia a quienes no piensan igual que él y que utiliza el monólogo mañanero para denostar a críticos y periodistas, es un hombre que no cree en la política.
Y un hombre que no cree en la política es incapaz de convocar a una reforma del Estado -ya no digamos un proceso constituyente-, para modificar de fondo las reglas de la convivencia democrática y dar paso, ahí sí, a una transformación.
Al presidente no le gusta negociar, porque considera que eso es transar la voluntad popular. Le gusta la política electoral, la arena de la confrontación y la disputa. Pero no le agrada la política-política.
Un dato resalta en el vasto currículum de López Obrador: la ausencia de experiencia legislativa. En casi 50 años de trayectoria política, jamás fue diputado o senador.
Más de una vez despreció esas candidaturas, y privilegió los cargos ejecutivos. Peleó dos veces por la gubernatura de Tabasco, sin lograrla; una vez la Jefatura de Gobierno de la capital, a la que llegó en el 2000, y después enfocó su energía en la Presidencia, que conquistó en el tercer intento.
Lo suyo es la arenga de campaña, no el parlamento. Lo suyo es el monólogo de los mítines, no la construcción de acuerdos. Lo suyo es gobernar, no confeccionar leyes o crear instituciones.
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