En un país regido por la suspicacia y fustigado por la corrupción, la Auditoría Superior de la Federación (ASF) de la Cámara de Diputados había logrado establecerse como una institución con credibilidad poniendo freno al mal manejo de los recursos públicos.
La facultad del Legislativo para revisar las cuentas públicas se remonta a los orígenes de nuestra República. La Constitución de 1824, en su artículo 50, otorgó al Congreso la responsabilidad de “fijar los gastos generales, establecer las contribuciones necesarias para cubrirlos, arreglar su recaudación, determinar su inversión, y tomar anualmente cuentas al gobierno”.
Entre 1867 y 2000, esa función recayó en específico en la Contaduría Mayor de Hacienda, que, en 1999, con motivo de la llegada de la pluralidad política a San Lázaro, se convirtió en la ASF. Ésta fue dotada de autonomía técnica y de gestión y se amplió el universo fiscalizable, incluyendo a los tres Poderes de la Unión, los órganos constitucionales autónomos e incluso los recursos federales transferidos a estados y municipios. Después, en el periodo 2008-2009, se le dio incluso más poder, con la facultad de practicar auditorías.
La labor de la ASF ha jugado un papel central en la rendición de cuentas. De ella ha dependido que se sepa si las contribuciones se han utilizado de manera responsable –es decir, procurando el mayor provecho para los mexicanos– o se ha causado daño a la hacienda pública, en cuyo caso ha procedido a la recuperación de lo mal erogado.
El organismo ha tenido, a la fecha, cuatro titulares: Gregorio Guerrero Pozas, Arturo González de Aragón, Juan Manuel Portal y, el actual, David Colmenares. Arropados por un equipo profesional de auditores, los cuatro habían logrado construir una imagen de seriedad en torno de la ASF. No cabe duda que la Auditoría llegó a ser temida por los gobiernos en turno y respetada por los ciudadanos.
Por eso llama tanto la atención y resulta tan lamentable el traspié ocurrido esta semana, cuando la ASF calculó en casi 332 millones de pesos el costo para el erario por haber cancelado el Nuevo Aeropuerto Internacional de México en Texcoco, sólo para ser desmentida categóricamente por el gobierno.
Debo decir que yo, como seguramente pasó a varios, puse mi entera confianza en el dato, dada la historia de la ASF. Ha habido ocasiones –muchas– en que las observaciones de la Auditoría han sido subsanadas, pero jamás había ocurrido un desmentido como éste, tras del cual el propio organismo tuvo que decir, mediante un comunicado que apareció la noche del lunes, que “existen inconsistencias en la cuantificación realizada en el marco de la auditoría (…) para determinar el costo de la cancelación del proyecto de aeropuerto”.
En un video publicado la noche del martes y en la entrevista que me dio ayer en Imagen Radio, el secretario de Hacienda, Arturo Herrera, me dejó convencido de que la ASF se equivocó por un gran margen. Con ello se anotó un vergonzoso autogol.
¿Fue descuido o dolo? No lo sé, pero poco importa. En estos momentos, con un Presidente que ha concentrado tanto el poder, se requería más que nunca un contrapeso real en el ejercicio del gasto. Por desgracia, ya no lo tenemos.
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