Desayuno con “El Peje”
Conocí a Andrés Manuel López Obrador, el famoso y controvertido jefe de gobierno del Distrito Federal, una mañana (casi una madrugada) de agosto de 2003. Tempranero como un gallo, rijoso símbolo con el que le gusta compararse, elusivo como el pejelagarto, típico pez de las aguas de Tabasco, del que proviene su sobrenombre, López Obrador convocaba diariamente a los medios a una conferencia a las seis de la mañana para informarles sobre la marcha de su gestión, pero también para sortear ingeniosamente las preguntas comprometedoras y lanzar certeros picotazos sobre el presidente Vicente Fox. El desayuno tendría lugar en sus oficinas, situadas en los altos del antiguo ayuntamiento. En el pequeño anexo a su despacho, mientras observaba sus objetos de culto personal (una imagen de Juárez, una foto de Salvador Allende, otra de Rosario Ibarra de Piedra, una más del propio López Obrador conversando con el “subcomandante Marcos”, la escultura en madera de un indígena), pensaba que su presencia cotidiana en aquel espacio casi teocrático de México revelaba su sagacidad política: entendía la gravitación histórica del lugar y por eso no salía de él. En cambio Fox despachaba exclusivamente en la residencia oficial de Los Pinos y sólo llegaba al Zócalo de vez en cuando.
Jovial, directo y sencillo, con una sonrisa maliciosa pegada al rostro, era difícil no simpatizar con López Obrador. Nos acompañaba un hombre de sus confianzas, José Agustín Ortiz Pinchetti, veterano luchador democrático. López Obrador comenzó a hablar de historia. En los años ochenta, en un receso involuntario de su agitada vida política, había escrito dos libros sobre Tabasco en el siglo XIX. “Están muy basados en don Daniel”, reconoció, y la alusión al mayor historiador liberal del siglo XX me llevó a recordar la opinión que alguna vez me confió el propio Cosío Villegas sobre el general Lázaro Cárdenas: “Yo siempre lo admiré por su instinto popular.” Le dije que advertía en él la misma cualidad, y que bien usada podría enfilarlo a la Presidencia. López Obrador lo tomó como la constatación de algo evidente: “El pueblo no se equivoca.” Yo tenía curiosidad de saber si era cierto que no tenía pasaporte. “Es extraño –me dijo– que me reclamen eso. El presidente Venustiano Carranza nunca cruzó la frontera.” “Es verdad –le expliqué–, pero Carranza fue presidente entre 1916 y 1920, los tiempos han cambiado mucho.” Traje a cuento el caso de Plutarco Elías Calles, que antes de ocupar la Presidencia, y para preparar la serie de reformas económicas que llevó a cabo (entre ellas la fundación del Banco de México), había viajado por Europa. ¿Por qué no seguir sus pasos y luego entrevistarse con la prensa liberal en Nueva York? No fui convincente. Años atrás había pasado unos días en Estados Unidos, y con su esposa (Rocío Beltrán, fallecida en 2003) solía visitar Cuba. Eso era todo: “Hay que concentrarse en México –me dijo–. Para mí la mejor política exterior es la buena política interior.”
Era obvio que el mundo lo tenía sin cuidado. Su mundo era México. Y el mundo de su mundo era Tabasco. Nacido el 13 de noviembre de 1953 en el pequeño pueblo de Tepetitán, en el seno de una esforzada familia de clase media dedicada a diversos ramos del comercio, nieto de campesinos veracruzanos y tabasqueños, y de un inmigrante santanderino que había llegado a “hacer las Américas”, López Obrador vivió una niñez tropical, libre y feliz. Sus biografías oficiosas contendrían datos interesantes sobre su carácter temprano. “Fue un niño muy vivaracho –recordaba su padre– pero tenía una enfermedad: no se le podía decir nada ni regañarlo, porque se trababa.” Según parece, le decían “piedra”, porque pegaba duro: “Se peleaba con alguien, le ganaba, y salía con esa sonrisita burlona de ‘te gané’.” Era malo para las matemáticas y muy bueno para el beisbol, aunque “cuando perdía su equipo, terminaba enfurecido”. Tepetitán tenía unas cuantas calles, pero los López Obrador vivían a sus anchas: “No teníamos barreras –recuerda uno de sus hermanos–, teníamos el pueblo entero, era nuestro.” Si la familia salía, era para viajar en automóvil a las playas de Veracruz y Tampico. En los años sesenta se mudaron a Villahermosa, capital del estado; en los setenta, Andrés Manuel estudió ciencias políticas en la UNAM y se hospedó en la Casa del Estudiante Tabasqueño. A partir de 1977, hasta 1996, pasaría la mayor parte del tiempo en su patria chica.
Había dos maneras de animar la conversación con López Obrador: hablar de beisbol o hablar de Tabasco. Opté por la segunda. El desayuno tabasqueño (pescado frito, plátano con arroz), el prehistórico pejelagarto disecado sobre un estante, el manoteo enfático y hasta la pronunciación del personaje (que, como es común en aquella zona del Golfo de México, convierte las “eses” en “jotas”), todo conspiraba para llevar la plática a Tabasco: cuna de la cultura madre de Mesoamérica, la olmeca; puerta de la Conquista (allí desembarcó Cortés y conoció a “la Malinche”). La historia de Tabasco lo apasionaba tanto o más que la historia de México. Con evidente gusto me refirió su buena impresión de los dos grandes jefes del siglo XX en Tabasco (Tomás Garrido Canabal y Carlos Madrazo). Y con mayor placer aún recordó su amistad con el poeta Carlos Pellicer (“el tabasqueño más grande del siglo XX”) y reconoció la obra de Andrés Iduarte (“nuestro mejor escritor”).
Yo recordaba que Tabasco –caso no único pero sí excepcional entre los 32 estados de México– no había dado un solo presidente a México y quise plantearle la cuestión, pero López Obrador abrió sin querer una posible pista: “a los tabasqueños se nos dificulta mucho acostumbrarnos al Altiplano –me dijo–, es otra cultura; también a mí me ha costado trabajo adaptarme.” Para explicarse mejor, me leyó en voz alta un párrafo extraído de uno de los libros que escribió sobre su estado:
En Tabasco la naturaleza tiene un papel relevante en el ejercicio del poder público. En consonancia con nuestro medio, los tabasqueños no sabemos disimular. Aquí todo aflora y se sale de cauce. En esta porción del territorio nacional, la más tropical de México, los ríos se desbordan, el cielo es proclive a la tempestad, los verdes se amotinan y el calor de la primavera o la ardiente canícula enciende las pasiones y brota con facilidad la ruda franqueza.
“De aquí parte –dijo–mi teoría sobre el ‘poder tropical’: el tabasqueño debe controlar sus pasiones.” Me había dado una clave biográfica que yo tardaría en descifrar. “Quizá en el futuro –le dije, al despedirme– tenga usted que hacer una adaptación aún mayor: pasar del Altiplano a la aldea global.”
Lejos de Cárdenas
Era difícil que un hombre sin mundo entendiera el mundo y el lugar de su país en el mundo. Era difícil que un hombre encerrado en su mundo viera la necesidad de reformarlo en un sentido a la vez realista y moderno. En el concepto de López Obrador, todo lo que México requería para su futuro estaba en su pasado. “La cosa es simple –me dijo meses más tarde, en una segunda y última conversación formal: hay que ser como Lázaro Cárdenas en lo social y como Benito Juárez en lo político.” Me propuse observar desde entonces los actos de su gobierno (anteriores y posteriores), para ver si confirmaban o desmentían su declarada fidelidad a aquellos dos modelos históricos.
Lázaro Cárdenas fue un presidente popular pero no populista. De temple suave, pacífico y moderado, tan silencioso y ajeno a la retórica que lo apodaban “La esfinge”, en los años treinta repartió dieciocho millones de hectáreas entre un millón de campesinos. Cárdenas fue un constructor interesado en los detalles prácticos, quiso que los campesinos llegaran a ser autónomos y prósperos mediante la organización ejidal colectiva o a través de la pequeña propiedad, ambas apoyadas por la banca oficial.
López Obrador se manifestaba cada vez más como un gobernante popular y populista. De temple rudo, combativo y apasionado, orador incendiario, su vía para emular a Cárdenas consistió en ofrecer un abanico de provisiones gratuitas, entre ellas el reparto de vales intercambiables por alimentos, equivalentes a setecientos pesos mensuales, a todas las personas mayores de setenta años. Estos programas, sobre todo el de apoyo a los “adultos mayores” (del cual no existe padrón), le granjeaban una gran simpatía pero no atacaban de fondo los problemas. “Andrés y su equipo no conocían la complejidad de la problemática social de la ciudad”, me dijo Clara Jusidman, su amiga de muchos años y su jefa en los años ochenta, en el Instituto Federal del Consumidor. En el gobierno perredista de Cuauhtémoc Cárdenas (1997-1999), Jusidman y su equipo habían establecido las bases de una amplia y laboriosa red de “facilitadores” que procuraba atender diversas necesidades relacionadas con la ruptura del tejido social en el DF. “Todo eso se desmanteló –lamentaba Jusidman–, se privilegiaron medidas sociales de relativa simplicidad pero con efectos masivos, como fue la entrega de ayudas económicas a los adultos mayores, a las madres solteras y a las familias con personas discapacitadas; o el montaje de dieciséis escuelas preparatorias y de una universidad sin requisitos de ingreso y con muy poco tiempo de planeación.” Claramente, el criterio que las sustentaba era más político e ideológico que práctico y técnico. Lo mismo ocurrió en otros ámbitos. A un costo que nunca se aclaró, en tiempos de López Obrador se construyeron los segundos pisos del Anillo Periférico, pero se relegaron necesidades mucho más urgentes que la fluidez vial para los automovilistas: el transporte público, el abasto de agua, la inseguridad, el empleo. Entre 2000 y 2004, el crecimiento del PIB en el DF fue inferior al crecimiento promedio acumulado en el resto de las entidades. Y el empleo formal entre 2000 y 2005 creció menos que en el resto del país.
La gestión de Lázaro Cárdenas coincidió con el ascenso del nazismo europeo. Se enmarcó en una época en que, para amplios sectores intelectuales y políticos de Occidente, el socialismo soviético constituía una alternativa al capitalismo occidental. Por eso, en tiempos de Cárdenas la educación oficial en México era “socialista”. Con todo, Cárdenas no atizó el odio de clases ni era proclive a las ideologías que lo propugnaban. De hecho, tras la expropiación petrolera, Cárdenas fue el precursor de la industrialización en México y para ello fundó el Instituto Politécnico Nacional.
En sus dichos y sus hechos, López Obrador ha seguido pautas muy distintas. A partir de las ruidosas querellas legales en las que se vio involucrado en 2004 y 2005, el jefe de gobierno recurrió a una retórica de polarización social que Cárdenas no habría avalado. Su vocabulario político se impregnó del conflicto entre las clases. Sus enemigos eran los enemigos del pueblo: “los de arriba”, los ricos, los “camajanes”, los “machucones”, los “finolis”, los “exquisitos”, los “picudos”. La palabra “dinero” era necesariamente sinónimo de abuso, de inmoralidad, de ausencia de decoro, de impureza. “Vamos a establecer –profetizó– una nueva convivencia social, más humana, más igualitaria, tenemos que frenar […] a esa corriente según la cual el dinero siempre triunfa sobre la moral y la dignidad de nuestro pueblo.” Su argumento central era el tema del Fobaproa, operación de rescate bancario que evitó el colapso del sistema financiero (y la consiguiente pérdida para los cuentahabientes) pero que, sin lugar a dudas, tuvo irregularidades y abusos en verdad flagrantes. Si bien el peso de la operación sobre las finanzas públicas era y es muy oneroso, López Obrador lo utilizaba para concentrar el odio en la figura de los empresarios.
Con López Obrador, la teoría de la conspiración se volvió política de Estado: toda crítica era parte de un “complot” para desbancarlo. El 27 de junio de 2004, cerca de setecientas mil personas de diversas clases sociales, alarmadas por la ola de secuestros y asaltos en la ciudad, marcharon a lo largo del Paseo de la Reforma. Horas más tarde, en vez de considerar la pertinencia objetiva de los reclamos, López Obrador se lanzó al palenque y declaró: “Sigo pensando que metieron la mano […] para manipular este asunto, y señalo tres cosas: una, la politiquería de ‘las derechas’; dos, el oportunismo del gobierno federal […] las declaraciones del ciudadano presidente […] Y también el amarillismo en algunos medios de comunicación” Para remachar, agregó que seguramente los propios secuestradores habían desfilado ese día. Al poco tiempo, aparecieron unas historietas que representaban a los manifestantes como jóvenes de clase alta y pelo rubio, encantados de acudir a la manifestación para “estrenar” ropa nueva y tomarse una foto con sus amigos. “Eran unos pirrurris”, dijo el “Peje”, refiriéndose con desdén a los marchistas. Que la referencia a la piel de los manifestantes fuera racista, y las víctimas de la delincuencia fueran mayoritariamente pobres, no lo inmutaba. Para él, la delincuencia es una función de la desigualdad y la pobreza.
El proyecto nacional de Lázaro Cárdenas se enmarcó siempre en los paradigmas de la Revolución Mexicana: por eso marginó a los comunistas prosoviéticos de la CTM, asiló a Trotsky, y dejó el poder en manos del moderado Ávila Camacho, no del radical Múgica. López Obrador repetiría incansablemente que su proyecto era “de izquierda”. Nunca sentiría la necesidad de explicar el significado de esa palabra en el mundo posterior a la caída del imperio soviético, un mundo en el que China es la estrella ascendente de la economía de mercado. Pero es natural: el mundo no es interesante para López Obrador.
Ajeno a Juárez
López Obrador había afirmado, en innumerables ocasiones, que admiraba a Benito Juárez sobre todos los seres en la tierra. Pero su identificación política con Juárez era, sencillamente, insostenible. Fuera de una apelación formal a la “austeridad republicana” de aquel legendario presidente, o la repetición escolar de algunas de sus frases, López Obrador tenía poco en común con su héroe.
La “austeridad republicana” de los gobiernos juaristas (1858-1872) debía hallar su contraparte en un manejo impecable de las finanzas públicas. No fue el caso. La opacidad en las cuentas públicas del gobierno del DF era ya entonces (y sigue siendo, hasta la fecha) la zona más turbia en su desempeño. Fox había sacado adelante una Ley de Transparencia que abría a cualquier ciudadano las cuentas públicas del gobierno federal. Muchos gobiernos estatales hicieron lo mismo, pero el del DF frenó y limitó la idea, aduciendo que era muy onerosa, y, cuando no tuvo más remedio que aceptarla, durante mucho tiempo se negó a dar oficinas al nuevo organismo. Finalmente, inconforme con el consejo nombrado, modificó la ley para disolverlo y nombrar otro.
López Obrador decía admirar a Juárez por haber integrado su gabinete con los mejores mexicanos, pero de su propio gabinete no podía predicar lo mismo. Un video que se trasmitió en 2004 por la televisión abierta mostraba a su secretario de Finanzas del gobierno del DF apostando cuantiosas sumas en una habitación reservada a clientes VIP en Las Vegas. A los pocos días, un nuevo video mostraba a su principal operador político tomando fajos de dinero de manos de un empresario consentido por los anteriores gobiernos del PRD. Aunque ambos funcionarios fueron separados de sus cargos y sometidos a juicio, la estrategia política de López Obrador no consistió en honrar su lema de gobierno (la “honestidad valiente”) sino en relativizar los hechos, desmarcarse de toda responsabilidad, y por primera vez declararse víctima de un “complot” orquestado por “las fuerzas oscuras”, por “los de arriba”.
La generación de Juárez produjo en 1857 una admirable constitución de corte liberal clásico que limitó el poder presidencial, instituyó la división de poderes y consignó las más amplias libertades y garantías individuales. Aquellos legisladores y juristas creyeron en el imperio de la ley y lo respetaron escrupulosamente. El presidente Juárez tenía adversarios de peso en la Suprema Corte y el Congreso, pero jamás utilizó contra ellos las más mínimas triquiñuelas, ni afectó o anuló su esfera autónoma. En cambio López Obrador, aunque rindiera homenaje retórico a Juárez, mostró muy pronto que no comulgaba con los preceptos esenciales de la democracia liberal.
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