Si el objetivo del discurso de toma de posesión del presidente López Obrador era exhibir como inepto, humillar nacional e internacionalmente y destruir al expresidente Enrique Peña Nieto, hay que reconocer que se trató de un discurso muy bien logrado. Felicidades. Pero si se trataba de delinear los retos y metas de un país rico y pobre, desigual e injusto, potente y prometedor que se adentra en la tercera década del siglo XXI y de compartir con los mexicanos cómo habrá que sortear los peligros de un mundo convulso, el Presidente nos quedó a deber. Reprobado.
¿Era necesario concentrar tanto tiempo y energía en polemizar con el régimen anterior? ¿No dicen las encuestas de opinión que 4 de 5 mexicanos lo desaprueban? ¿No fue relegado en buena hora el PRI a un vergonzoso tercer lugar y a la irrelevancia política? Una o dos frases hubieran bastado. En cambio, padecimos por largos minutos una mala lección de historia económica en la que el mundo y las circunstancias en las que México navegó de 1930 al presente no existieron, sólo la voluntad de un secretario de Hacienda que no era economista. No hubo guerra mundial ni posguerra que facilitaran la estrategia de sustitución de importaciones; México no era un país eminentemente rural que al incorporar a miles de campesinos a las ciudades y a la industria demandaron infraestructura, servicios y consumo que propiciaron altas tasas de crecimiento; no existían sindicatos controlados por el PRI que sofocaban los derechos de los trabajadores. Aquello era el paraíso.
Las dos premisas que organizan su narrativa son endebles: la corrupción como causa directa de la pobreza de los mexicanos y el neoliberalismo, del que México es mal aprendiz. Primero: en las décadas de mayor crecimiento económico la corrupción era rampante, pero no había los instrumentos de transparencia ni la prensa libre para evidenciarla. La hermosa novela Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta, tiene como fondo la construcción del régimen posrevolucionario sin más regla que el abuso del poder y el influyentismo en todos los ámbitos: corrupción electoral, corrupción económica, corrupción sindical. La corrupción debe combatirse por muchas razones: roba dinamismo al PIB, pone en riesgo la calidad de la obra pública y mina la moral de la sociedad, pero su disminución radical no necesariamente traerá el crecimiento.
En su reflexión sobre la corrupción “inmunda” el nuevo presidente olvidó mencionar el papel del crimen organizado en el drama que vive México. Culpable el neoliberalismo, culpable la iniciativa privada, culpable el gobierno inepto de Peña Nieto. Ni una palabra a los empresarios que grandes, pequeños y micros son extorsionados sistemáticamente, sus negocios balaceados o incendiados con inocentes adentro por no pagar derecho de piso. Monstruo esa cosa abstracta que pocos mexicanos entienden, el neoliberalismo. Ni una palabra de reproche y reclamo a los mexicanos que queman, matan, mutilan, violan, desaparecen, disuelven a otros mexicanos. Quizá sí una palabra: amnistía.
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