El gobierno del presidente López Obrador logró zafarse de un problema que en parte generó. Al inicio del sexenio declaró que habría puertas abiertas a los migrantes. Cuando llegaron por decenas de miles trató de cerrar esa puerta, pero ya era demasiado tarde. Donald Trump, necesitado de un motor para su campaña de reelección y de un buen distractor para las acusaciones en su contra, no dudó en servirse de la bandeja de plata que le ofreció el gobierno mexicano: lanzó la amenaza de los aranceles.
Haber desactivado esa amenaza es un éxito indudable.
Pero cuidado, se desactivó por 90 días y lo que implica en términos de política pública y uso de recursos, la fragilidad que exhibe para su cumplimiento, hace pensar que hacer un mitin de festejo es demasiado prematuro:
México acepta ser cadenero de Trump, sala de espera VIP de Estados Unidos. En lo que nuestro vecino del norte define las solicitudes de asilo (cada caso puede demorar un par de años), los migrantes esperarán en nuestro país. El presidente AMLO les ha prometido trabajo, salud y educación. Considerando que, según el discurso del propio presidente, la mitad de los mexicanos no tienen esos servicios, implicará un gasto económico enorme y una dificultad de implementación que requiere cirugía mayor en la administración pública: si ahorita faltan medicinas en los hospitales, no quiero pensar qué pasará cuando tengan la carga de además atender a decenas de miles de migrantes. Quizá tendrán que olvidarse de alguno de esos megaproyectos que lucen como un tiradero de dinero.
México acepta controlar la migración hacia Estados Unidos. Nunca lo ha logrado en la historia.
México acepta que la Guardia Nacional tome el papel de Border Patrol del Sur. Seis mil elementos dedicados a contener a los migrantes en la frontera con Guatemala. Ya no se van a dedicar a resolver el principal problema del país, la inseguridad.
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