Vaya tiempos. Miren que atestiguar cómo algunos deciden ceder el republicano asiento que tenían, ganado a pulso, para convertirse en parte de la corte de un gobernante –por el momento– todopoderoso. De cuantos han cedido a la tentación, nadie como ése que el viernes anunció que aceptaba el título de rey chiquito que el excelentísimo le ha puesto en bandeja.
Arturo Zaldívar confirmó el último día hábil de la semana pasada que había hecho un trueque: renuncia a la autonomía a cambio de unos meses más en el cargo. Con su carta de no rechazo a la anticonstitucional ampliación de su mandato aprobada en el Congreso, demostró que había aceptado que desde Palacio Nacional se le dictara un designio que compromete a todo el Poder Judicial; y lejos de siquiera asumir personalmente los costos de tan lamentable episodio, pretende trasladar a los otros ministros la carga de tan complicado lance. Que aquéllos a quienes presido sean los que decidan si soy insustituible, si valgo más que la institución, voten para que me quede dos añitos más, ha comunicado. Vaya líder –es un decir– para este momento nacional.
Parece estar de moda el pedir a quienes votaron por Andrés Manuel López Obrador cuentas por los graves sucesos que ocurren en estos días.
Vaya. Ahora sucede que la democracia ocurre un día y no en cada jornada. Veamos: treinta y tantos meses después de los comicios presidenciales sucede que o votábamos por Meade (mon dieu) o por Anaya (onaceptabol) o el pobre de Zaldívar iba a tener que entregarse a la ambición comiéndose para él solito la libertad del Poder Judicial. No, pues por mi culpa, por mi enorme culpa.
Hubo un voto mayoritario por un cambio. Por una promesa en donde se ponía por delante una agenda para reparar la desigualdad, la atroz miseria de decenas de millones durante tanto tiempo menospreciada por el bipartidismo prianista, por detener las componendas de una corrupción descarada –¿faltan pruebas de ello?– y de una impunidad sin fin.
El cambio ha quedado a deber, qué duda cabe. Pues, para empezar, ha traicionado la agenda de la justicia con un fiscal como Gertz o con iniciativas como la militarización de la seguridad y de tantos otros sectores.
AMLO ha defraudado algunas promesas y en otras no hay manera de que cumpla. Encima desprecia toda rendición de cuentas. Pero no fue el único que no ha estado a la altura.
La democracia –verdad de perogrullo– requiere demócratas. Gente que además de votar un día se mantenga en el renglón de sus compromisos cívicos. Demócratas con algo más que el “se los dijimos”, ciudadanos que asumen que un voto no es un cheque en blanco, sino todo lo contrario.
No digo, para que quede claro, que todos los que no pudieron resistir la presión de AMLO, con amenazas de procedimientos administrativos en la mañanera, sean poco demócratas. En el mismo sentido, hay otros que al no renunciar –al convalidar aberraciones gubernamentales– fallan a la democracia.
Pero la abdicación de Zaldívar es distinta. Difícil imaginarlo presa del miedo que ha logrado instalar en otros actores el actual gobierno. Por ello resulta más lamentable su capitulación. Resistió a presidentes hasta que se acomodó con uno para convertirse en el artífice de la captura de todo un poder. Será de ahora en adelante un rey chiquito, un juez con algo de poder, pero sin autonomía, principio esencial de la justicia. El juez de AMLO.
Como en el 2000, el cambio se frustró. Peor que en 2000, el de hoy tiene una peligrosa deriva. Se requieren otra vez demócratas.
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