“En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”.
– George Orwell
Érase una vez un pequeño niño llamado Andrés que vivía en el sureste mexicano. Andrés hablaba con una lentitud pasmosa, se comía las eses, odiaba la democracia y los aeropuertos y amaba los trenes y jugar beisbol. Pero Andrés detestaba perder, y cuando su equipo caía derrotado, el pequeño explotaba en arranques de ira que podían durar meses. A los pobres árbitros los tachaba de vendidos y a los rivales de espurios, pues Andrés se transformaba en un auténtico poeta de la injuria cuando se trataba de expresar su odio o su cólera. Y es que en su pequeño corazoncito, Andrés albergaba un deseo infinito de ser adorado y obedecido como un dios y un odio inextinguible por todo aquel que se atreviera a contradecirlo o criticarlo. A esos malvados herejes, espíritus libres renuentes a someterse a su voluntad, Andrés los bautizó con una palabra muy simpática: fifís.
Andrés era un niño muy religioso y conservador, y amaba la historia oficial, maniquea y adulterada, que le enseñaban en la escuela. Como padecía una enfermedad mental llamada “trastorno narcisista de la personalidad” o “megalomanía”, muy pronto se convenció de que su pequeño cuerpecito contenía todas las virtudes de los santos y de los héroes patrios. “He nacido para transformar a México”, se decía todas las mañanas frente al espejo. “Soy tan grande como Hidalgo, Morelos, Juárez, Madero o Cárdenas y tan bueno y generoso como el mismísimo Jesucristo. ¡Yo tengo autoridad moral! ¡Soy peje pero no lagarto!” Repetía una y otra vez ante la mirada atónita de sus compañeritos que lo conocían muy bien y sabían que Andresito era un niño que mentía cada vez que abría la boca y que tenía infinidad de defectos, pero le seguían la corriente para que no los pellizcara y acusara de fifís.
Pero al pequeño Andrés no le bastaba la obediencia ciega de un puñado de amiguitos, él tenía un sueño y su sueño consistía en convertirse en el hombre más poderoso del universo, es decir: del país. Porque el pequeño Andrés nunca sintió la más mínima curiosidad por el ancho mundo que se extendía más allá de las fronteras de su patria. Eso de aprender idiomas y viajar y conocer otras culturas era para fifís, mientras que él estaba predestinado a salvar y dirigir a todo aquel que se rindiera ante su sacrosanta autoridad, o sea: al “Pueblo”. Sí, su universo era muy limitado, pero soñaba con sojuzgarlo y someterlo a su férrea, megalómana y paternalista voluntad.
En octubre de 1968, poco antes de cumplir los quince años, Andrés se enteró de que el gobierno de su país había masacrado a unos estudiantes universitarios que exigían “democracia”. ¿Estudiantes universitarios pidiendo democracia en lugar de someterse obedientemente a un líder todopoderoso? No puede haber nada más fifí en este mundo, pensó Andrés, y unos años después se afilió al PRI, el partido que había puesto en su lugar a esos fifís revoltosos. Y aunque doce años después lo abandonó para continuar por su cuenta en la búsqueda incansable de poder absoluto, jamás renunció a los valores, principios y estrategias del partido de sus amores.
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