Ayer lunes, el Colegio Electoral en Estados Unidos certificó el triunfo de Joe Biden. Después de un ataque constante de parte de Donald Trump a las instituciones democráticas de su país, ha sido derrotado. Conviene hablar del tema, porque es muy parecido a cómo ha actuado López Obrador en México, desde hace 30 años.
En democracia, las opciones políticas pueden ganar o perder, pero el funcionamiento del sistema depende de que las reglas se cumplan como estaban establecidas. Cuando uno de los actores no acepta sino las reglas que le convienen, y rechaza las que le afectan, no estamos en un sistema propiamente democrático, sino plebiscitario. En su reciente libro, Yascha Mounk prefiere analizar el tema como “democracia liberal”, colocando en la primera parte lo que tiene que ver con el voto y en la segunda lo que se refiere a las reglas. Dice entonces que es posible tener un sistema puramente liberal, sin democracia, como lo es la Unión Europea, o uno que funcione sólo en respuesta al voto, sin regla alguna, que en realidad es el populismo contemporáneo. Éste, sin embargo, no me parece que sea compatible con la idea de democracia que todos tenemos, y por eso prefiero usar el término “plebiscitario”.
López Obrador jamás ha aceptado una derrota en las urnas, pero además ha competido haciendo caso omiso de reglas que se aplicaron a los demás. No podía ser candidato al gobierno del DF en 2000, porque no cumplía el requisito de residencia. Su triunfo en esa elección coincidió con una amplia derrota del PRD en las delegaciones. Fue una elección sumamente dudosa, que sin embargo Vicente Fox no quiso disputar en tribunales para no opacar su propio triunfo. Un error muy serio, que lo llevaría después a un conflicto alrededor de la elección de 2006.
En ella, López fue derrotado por su incapacidad de presentar buena cara durante toda la campaña. Es muy claro cómo a partir de su grito “cállate, chachalaca”, la intención de voto a su favor se vino abajo. Además, rechazó negociar con factores reales de poder. Finalmente, no quiso aceptar su derrota, la cual atribuyó a un fraude inexistente. Tanto o más que el que ahora enarbola Trump. Ambos líderes, populistas tanto en sentido electoral como político, son incapaces de aceptar derrotas, y siempre acuden al fraude como excusa. En 2006 las instituciones en México alcanzaron a resistir, y ahora lo hacen en Estados Unidos.
Es interesante que López Obrador ha sido uno del puñado de líderes internacionales que no han sido capaces de felicitar a Joe Biden. En nuestro caso, todo indica que López Obrador no quiere minar su discurso del fraude, que va a necesitar muy pronto. Si, como todo indica, la elección de junio no le favorece, volverá a esgrimir su argumento eterno, sin importar que lo haga ahora desde el poder. Exactamente como lo ha hecho Trump. Si es un absurdo que se acuse fraude en una elección perdida cuando hay instituciones y mecanismos ciudadanos funcionando, que eso se haga desde la presidencia es francamente ridículo. Pero ni Trump ni López tienen sentido del ridículo. O más bien, no tienen nada salvo cinismo, narcicismo y megalomanía.
Donald Trump intentó por todos los medios descarrilar la elección en su país. No ha tenido empacho en poner en riesgo la democracia, con tal de celebrarse a sí mismo y mantenerse en el poder. Así ocurrirá con López muy pronto, en un contexto mucho más débil, institucionalmente.
Conviene por ello que todos estemos involucrados en defender ese elemento indispensable de la libertad: la capacidad de decidir nuestros gobernantes, y de construir contrapesos. Si fracasamos en junio, habremos fracasado por décadas.
Ver más en El Financiero