Pudimos pensar la pandemia desde sus implicaciones más profundas o discutirla en terrenos de amplitud política, pero terminamos en la inmediatez que reduce el tiempo a la tribuna de Palacio Nacional. Enfermedad, muerte y miedo dan para grandes reflexiones; urgencia, unidad e información permiten mejores acciones. Si tan solo no aceptáramos con semejante facilidad lo limitado. Si tan solo fuéramos más exigentes con ciertos símbolos por más que estos quieran dar la ilusión de fortaleza.
La enfermedad exhibió como nunca las gigantescas deudas que este país tiene consigo mismo, pasadas y presentes. Indisociables. La violencia pública y privada, las condiciones de la población indígena, de migrantes, de enfermos, del personal sanitario, etcétera: nadie tiene derecho a ocultar su precariedad. Nadie, menos el Presidente, tiene derecho a negar la inequidad de la familia mexicana con aplausos que ocultan su machismo fundacional. Siempre serán los otros, las otras familias. La de uno y los cercanos es idílica.
Día tras día reafirmamos ser una sociedad habitando la fantasía individual que escoge no ver más allá de sus convicciones. Un lujo de la indecencia que no tiene un gobierno y menos durante una crisis.
A pesar del descontento, parecemos incapaces de asumir la tragedia generalizada. Primeros respondientes, mujeres, poblaciones vulnerables, gritan a distancia y nos sumamos momentáneamente mientras nos acostumbramos a que cada grupo se defienda de la relativización. En México, optamos por preservar la ilusión de virtudes familiares, políticas y sociales que se derrumban al menor escrutinio. ¿Quién no quiere que le hablen bien de uno? La demagogia oculta la realidad de nuestros defectos al buscar convencernos de que son virtudes. Busca construir símbolos al llamarle esperanza al olvido sin siquiera recordarlo, como podrá darle un mote sugerente a la falta de creatividad y nombrarla imaginación.
Nuestra tradición política se distingue por despreciar el balance de sus insumos. Hacer política sin someterse a la realidad de lo posible, es tan inútil y peligroso como querer conquistarla sin considerar la necesidad de ilusión sobre las posibilidades. Ahí una de nuestras mayores carencias cívicas y camino para abusos retóricos por parte de gobernantes. Entregados a la ilusión hemos conocido los rostros de la demagogia: el amor por un discurso que complace en lugar del que provoca, ignorando que solo el discurso que incomode alentará a pensar las contradicciones.
Ante una crisis no hay quien no prefiera sentir consuelo que escuchar el trago amargo de sus saldos. Abrumados por los saldos de la debacle, se admiten las palabras compasivas que privilegian la empatía cual mentira piadosa. Al final, nos decantamos por lo piadoso en lugar de digerir la verdad.
Lo que se llega a justificar en un simple y supuestamente intrascendente abuso del lenguaje, guarda un conflicto todavía más grande. Si no se nombra lo que es, como lo que es, resulta imposible resolverlo y nos perderemos en el universo análogo de una realidad complaciente. La repetición incesante de conceptos promisorios termina por sustraerles su significado. Si todo es esperanza, aterra pensar qué queda fuera de ella.
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