Hubo abundantes reacciones a la entrega del viernes pasado, se agradece. Un grupo de personas, sin criticar la descripción del desorden que aquí se presentó, sugirió una interpretación diferente: no es producto de la locura (incompetencia), sino de la maldad, se trata de una estrategia deliberada de destrucción.
Este dilema nos ha acompañado desde la decisión de cancelar el aeropuerto: el gobierno actual está destruyendo valor económico, tramado institucional, tejido social, pero no queda claro por qué lo hace. Hay evidencia contundente de ambas cosas, de su incompetencia y de su maldad, pero identificar las proporciones de cada una es muy difícil.
Muchos creen que es absurdo que el gobierno se involucre en un proceso deliberado de destrucción, porque con eso se reduce la riqueza nacional, y por lo mismo lo que el gobierno puede extraer de la población. Este análisis supone un gobierno monolítico con un objetivo de desarrollo, y eso no existe. Hay diversos grupos parasitarios al interior de la coalición gobernante, y no hay un objetivo económico, sino de control político. Cuando uno cambia la óptica, se entiende mejor lo que está ocurriendo.
El poder tiene tres fuentes: la fuerza, los recursos, y el convencimiento (legitimidad). Esta última es la más barata de todas, una vez que existe. Si no hay legitimidad, entonces hay que descansar en la fuerza y los recursos, y eso es sumamente costoso. La legitimidad, sin embargo, se va perdiendo conforme se cometen errores, y este gobierno ha acumulado muchos. En consecuencia, su única forma de sobrevivir ahora es lograr que el costo en fuerza y recursos sea lo más bajo posible. Para ello, es indispensable acabar con la clase media.
La clase media (ese grupo de personas que ha logrado cubrir sus necesidades básicas y tiene tiempo suficiente para interesarse por la cosa pública) es un segmento muy problemático para el poder. Apenas en dos ocasiones, en toda la historia, ha existido un grupo de clase media suficientemente grande. Por unas pocas décadas en lo que llamamos “antigüedad clásica” (sustentada en la esclavitud) y por ya varios siglos a partir del siglo XIV. En esta última ocasión, ese grupo logró construir formas de gobierno que le permitiesen no sólo sobrevivir, sino ampliarse.
En tres ocasiones ha ocurrido una gran revuelta contra la clase media: alrededor de la religión en el siglo XVI, alrededor de ideas naturalistas en el siglo XVIII, y alrededor de clases sociales y razas durante el siglo XX. En las tres, la clase media ha logrado ganar e impulsar su programa, que sólo existe con ella: libre mercado, democracia, liberalismo. En cada ocasión, ampliando su tamaño e incluyendo a cada vez más personas. Ahora vivimos un cuarto ataque.
En México tuvimos una discusión acerca de la clase media hace algunos años. Debido a ello, INEGI hizo un experimento muy interesante, con base en información del censo de población y la encuesta de ingreso-gasto de 2010, que puede usted ver en su sitio, dentro de la pestaña “investigación”. Para ese año, estimaron que el 39% de los mexicanos podía considerarse parte de la clase media, frente a 35% en el año 2000. Ya podremos verificar en 2021, pero no dudo que para 2018 más del 45% de los mexicanos estuviese en ese grupo.
Ese 45% es el destinatario de las decisiones de gobierno. Quitarles el piso de bienestar y el tiempo libre para participar es indispensable para quienes quieren instalarse en el poder y desde ahí extraer la mayor cantidad de recursos posible. La incompetencia, que ha acelerado el proceso, de hecho juega en su contra. Querían destrucción, no caos, y sí son cosas diferentes.
La pandemia, que decían les “cayó como anillo al dedo”, puede convertirse en la evidencia definitiva de su maldad. Ya lo veremos.
Ver más en El Financiero