Gil cerró la puerta de la semana y caminó con paso cansino sobre la duela de cedro blanco. Sin saber cómo, topó en el librero con La vida de mi padre. Cinco ensayos y una meditación (Editorial Norma, 1995) de Raymond Carver. No sin melancolía por los tiempos pasados, Gamés vio las líneas subrayadas y pensó: ¿de qué hablaba Carver cuando hablaba de escribir? Fue así como Gilga decidió arrojar un puñado de citas en esta página del directorio.
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Todo gran escritor, incluso todo escritor muy bueno, rehace el mundo de acuerdo a sus especificaciones. Esto de lo que estoy hablando se relaciona con el estilo, pero no es el solo estilo. Es la firma particular e inconfundible del escritor en todo lo que escribe. Es el mundo suyo y de nadie más. Es una de las cosas que distingue a un escritor de otro. No el talento. Éste abunda. Pero el escritor que tiene una manera especial de mirar las cosas y que le da una expresión artística a esa manera, ese escritor va a durar.
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Detesto los trucos. Al primer signo de un truco o de una artimaña en una obra de ficción, un truco barato o incluso un truco elaborado, corro a esconderme. Los trucos son en últimas aburridos, y yo me aburro fácilmente, lo que quizás tenga que ver con mi escasa capacidad de atención. Pero la escritura demasiado ingeniosa o incluso la escritura puramente necia me ponen a dormir. Los escritores no necesitan trucos ni artimañas, ni siquiera tienen por qué ser los chicos más inteligentes de la cuadra. A riesgo de parecer tonto, un escritor necesita a veces tan solo presenciar con la boca abierta esta cosa o la otra —un atardecer o un zapato viejo— en puro y absoluto asombro.
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Con demasiada frecuencia la “experimentación” es una licencia para ser descuidado, majadero, imitativo en la escritura. Peor aún, una licencia para tratar con brutalidad o alienar al lector. Demasiado a menudo esa escritura no nos da noticias del mundo, o bien describe un paisaje desierto y eso es todo —unas cuantas dunas y unas cuantas lagartijas aquí y allá, pero nada de gente; un sitio deshabitado por algo que pudiera reconocerse como humano, un sitio de interés solo para unos cuantos especialistas científicos.
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Es posible, en un poema o en un cuento, escribir sobre cosas y objetos comunes y corrientes usando un lenguaje común y corriente pero preciso, e impartirle a esas cosas —una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, un arete de mujer— un poder inmenso, incluso perturbador. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo y producir un escalofrío en la espina dorsal del lector —el origen del placer artístico, como querría Nabokov. Ése es el tipo de escritura que más me interesa. Detesto la escritura desmañada o azarosa, ya desfile con la bandera de la experimentación o ya se trate tan sólo de realismo torpemente reproducido.
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