La prensa internacional ha presentado las elecciones mexicanas del domingo 1 de julio como la respuesta mexicana a Trump: la elección de un presidente fuerte en México contra un presidente desafiante en Estados Unidos.
Debo decir que no hay ningún indicio significativo de que esta haya sido la lógica de los votantes mexicanos. El de México fue un voto de hartazgo interno, vinculado apenas en la conciencia de los votantes con los retos de la vecindad o de la política internacional del país.
México ha satisfecho el domingo sus inmensas ganas de creer en algo. Ese algo es tan grande que difícilmente podrá volverse realidad. Pero los tiempos de México no son los de la realidad sino los de la esperanza.
El mandato recibido por López Obrador le dará sin duda una legitimidad, que el actual gobierno no tiene, para hablar a nombre de México. Eso fortalece su voz, pero no dice nada preciso respecto de las coordenadas sustantivas de la relación entre ambos presidentes.
Para empezar, no cambia a Trump, que es, en su impertinencia y su imprevisibilidad, la variable definitoria de la relación, quizá no entre los dos países, pero sí entre los dos gobiernos.
La prensa tomará siempre como primera instancia informativa los detalles de la conversación entre los presidentes, como ya ha tomado el tema de sus similitudes de estilo y tono, su lenguaje intenso, su populismo idiosincrático y su disposición a los duelos verbales.
El hecho político es que las relaciones con Estados Unidos, incluso en esta época de alta tensión, no han sido un factor significativo de la elección del domingo pasado.
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